La Metamorfosis



Argumento

La Metamorfosis, relato que por su extensión entra en la categoría de novela corta, se gestó a finales de 1912. Muestra cómo cambia la vida del joven Gregorio Samsa, un sencillo viajante de comercio, cuando al despertar una mañana tras un sueño intranquilo se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. A partir de ahí, la novela cuenta el camino que sigue el protagonista desde que toma conciencia de su nueva situación, y cómo la asume también su propia familia, hasta su muerte y liberación que ésta supone para los que le rodean.

CAPITULO I
Cuando Gregorio Samsa despertó una mañana tras un sueño inquieto, se encontró en su cama convertido en un horrible bicho. Yacía sobre el duro caparazón de su espalda, y veía, al alzar un poco la cabeza, su vientre arqueado y oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas podía aún sostener la colcha, que estaba ya a punto de escurrirse hasta el suelo. Muchas patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor del resto del cuerpo, le centelleaban desesperadas ante los ojos. “¿Qué me ha sucedido?”, pensó. No era un sueño. Su habitación, una habitación humana de verdad, aunque demasiado estrecha, aparecía como de ordinario, entre sus cuatro bien conocidas paredes. Por encima de la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de paños –Samsa era viajante de comercio–, colgaba la imagen que recortara hacía poco de una revista ilustrada y colocara en un lindo marco dorado. Representaba una dama con un gorro de piel, envuelta en una boa también de piel, y que, muy erguida, alzaba contra el espectador un amplio manguito, igualmente de piel, dentro del cual desaparecía todo su antebrazo. Gregorio dirigió la vista hacia la ventana, y el tiempo nublado –se sentían repiquetear en el cinc del alféizar las gotas de lluvia– le infundió una gran melancolía.
“Bueno –penso– ; ¿qué tal si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas las fantasías?” Pero esto era totalmente irrealizable, porque tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esta postura. Aunque se empeñara en volcarse sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de espalda. Cien veces intentaría en vano esta operación; cerró los ojos para no tener que ver aquel agitarse de las piernas, que no cesó hasta que un dolor antes jamás sentido, leve y punzante al mismo tiempo, comenzó a aquejarle en el costado. “¡Ay Dios! –pensó–. ¡Qué agotadora profesión he elegido! Un día tras otro siempre de viaje. La preocupación de los negocios es mucho mayor cuando se trabaja fuera que si se trabaja en el mismo almacén, y no hablemos de esta plaga de los viajes: cuidarse de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian con frecuencia, que no duran nunca, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales. ¡Al diablo con todo eso!” Sintió una ligera picazón en el vientre. Se estiró poco a poco sobre la espalda, alargándose lentamente hacia la cabecera, a fin de poder alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que le escocía estaba cubierto de unos puntitos blancos que no supo explicarse. Quiso aliviarse tocando el lugar del escozor con una pierna; pero la retiró de inmediato, pues el roce le producía escalofríos. Se desperezó en su posición primitiva. “Estas madrugadas –se dijo– lo entontecen a uno por completo. El hombre necesita dormir lo justo. Hay viajantes que se dan una vida de odaliscas. Cuando a media mañana regreso a la pensión para anotar los pedidos, me encuentro a estos señores muy sentados, tomándose el desayuno. Esto debería intentarlo yo con mi jefe; me pondría de patitas en la calle. Y ¿quién sabe si esto no sería para mí lo conveniente? Si no fuera por mis padres, ya hace tiempo que habría renunciado, me hubiera presentado ante el jefe y, con toda mi alma, le habría manifestado mi modo de pensar. ¡Se caería del pupitre! También tiene lo suyo eso de sentarse sobre el pupitre y hablar desde aquella altura a los empleados, que, como él es sordo, deben acercarse mucho. Bueno, la esperanza no está aún completamente perdida; en cuanto tenga reunida la cantidad necesaria para pagarle la deuda de mis padres unos cinco o seis años todavía , ¡sí que lo hago! Le pongo punto final a esto. Pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco”. Volvió los ojos hacia el despertador, que hacía su tic-tac encima del velador. “¡Santo Dios!”, exclamó para sí. Eran las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente. Es decir, ya era más: las manecillas estaban casi en menos cuarto. ¿Acaso no había sonado el despertador? Desde la cama podía verse que estaba puesto efectivamente a las cuatro; por lo tanto, tenía que haber sonado. Mas ¿era posible seguir durmiendo impertérrito, a pesar de aquel sonido que conmovía hasta los propios muebles? Su sueño no había sido tranquilo, pero, por lo mismo, probablemente tanto más profundo. ¿Y qué debía hacer él ahora? El tren siguiente salía a las siete; para tomarlo era preciso darse una prisa loca, el muestrario no estaba aún empaquetado y, por último, él mismo no se sentía nada dispuesto. Además, aunque alcanzase el tren, no por ello evitaría la escena del amo, pues el mozo del almacén, que habría estado para el tren de las cinco, debía de haber dado cuenta hace rato de su ausencia. Era el tal mozo una hechura del amo, sin dignidad ni entendimiento. Y ¿si dijese que estaba enfermo? Pero esto, fuera de ser muy penoso, infundiría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado, no había estado enfermo ni una sola vez. De seguro vendría el jefe con el médico de la Caja, se desataría en reproches delante de los padres respecto a la holgazanería del hijo y cortaría todas las objeciones alegando el dictamen del médico, para quien todos los hombres están siempre sanos y sólo le tienen horror al trabajo. Y en este caso, ¿no tendría un poco de razón? Salvo cierta somnolencia, verdaderamente superflua después de tan prolongado sueño, Gregorio se sentía bastante bien y con un hambre particularmente fuerte. Mientras pensaba todo esto con la mayor rapidez, sin poderse decidir a abandonar el lecho –justo el despertador daba un cuarto para las siete –, llamaron cuidadosamente a la puerta que estaba junto a la cabecera de la cama. –Gregorio -dijo una voz, la de la madre–, son un cuarto para las siete. ¿No ibas a salir de viaje? ¡Qué voz tan suave! Gregorio se asustó al oír en cambio la suya propia, que era inconfundiblemente la de siempre, pero que salía mezclada con un doloroso e irreprimible pitido, en el cual las palabras, al principio claras, se confundían luego, resonando de modo que no estaba uno seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido contestar extensamente, explicarlo todo; pero en vista de ello se limitó a decir: –Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto. Debido a la puerta de madera la mutación de la voz de Gregorio no debió de notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se alejó. Pero este corto diálogo hizo saber a los demás miembros de la familia que Gregorio, contrariamente a lo esperado, estaba todavía en casa. Luego golpeó el padre en la puerta lateral, despacio, pero con el puño. –Gregorio, Gregorio, ¿qué sucede? –Y después de un corto rato volvió a insistir, agravando la voz–: ¡Gregorio, Gregorio! Mientras tanto, detrás de la otra puerta, la hermana se lamentaba suavemente: –Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo? –Ya estoy listo -respondió Gregorio a ambos a un tiempo, esforzándose en pronunciar y hablando con gran lentitud, para disimular el sonido extraño de su voz. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana siguió musitando: –Abre, Gregorio, te lo suplico. En lo cual no pensaba en absoluto Gregorio, felicitándose, por el contrario, de aquella precaución suya –hábito contraído en los viajes– de encerrarse en su cuarto por la noche, aun en su propia casa. Lo primero era levantarse con calma, arreglarse sin ser importunado y, sobre todo, desayunar. Sólo después de efectuado todo esto meditaría lo demás, pues de sobra comprendía que en la cama no podía pensar nada en buena forma. Recordaba haber sentido ya con frecuencia en la cama cierto dolorcillo, producido sin duda por alguna postura incómoda, y que, una vez levantado, resultaba ser obra de su imaginación; y tenía curiosidad por ver cómo habrían de desvanecerse paulatinamente las imaginaciones de hoy. Tampoco dudaba en lo más mínimo de que el cambio de su voz era tan sólo el preludio de un resfriado mayúsculo, enfermedad profesional del viajante de comercio. Arrojar el cubrecama lejos de sí era cosa harto sencilla; le bastaría para ello con hincharse un poco y la colcha caería por sí sola. Pero la dificultad estaba en la extraordinaria anchura de Gregorio. Para incorporarse, habría necesitado de los brazos y las manos; pero, en su lugar, tenía sólo las innumerables patitas en constante agitación y que eran imposibles de controlar. Si intentaba encoger alguna, ésta era la primera en estirarse; y si al fin lograba con esta pata el movimiento deseado, todas las demás trabajaban como liberadas en febril y doloroso desorden. “No conviene estar de ocioso en la cama”, se dijo Gregorio. Primero trató de sacar de la cama la parte inferior del cuerpo, pero esta parte inferior –la cual, sin embargo, no había visto todavía, y que, por lo tanto, le era imposible imaginarse más o menos exactamente– resultó demasiado difícil de mover; todo iba tan despacio; y cuando entonces, ya casi loco, concentró, toda su energía y sin contemplaciones se arrastró hacia adelante, había calculado mal la dirección dándose un golpe tremendo contra los pies de la cama, y el dolor que esto le produjo le demostró, con su agudeza, que aquella parte inferior de su cuerpo era quizá, precisamente en su nuevo estado, la más sensible. Intentó sacar primero la parte superior y volvió con cuidado la cabeza hacia el borde del lecho. Eso no ofreció ninguna dificultad, y, no obstante su anchura y su peso, el cuerpo entero siguió por fin, aunque lentamente, el movimiento iniciado por la cabeza. Pero al verse con la cabeza colgando en el aire, le entró miedo de continuar avanzando en igual forma, porque, dejándose caer así, era menester un verdadero milagro para sacar intacta la cabeza. Y ahora menos que nunca debía perder el sentido; antes prefería quedarse en la cama. Sin embargo, cuando después de realizar en un nuevo intento los mismos esfuerzos, acompañados de hondos suspiros, se halló otra vez en la misma posición y volvió a ver sus patitas presas de una excitación mayor que antes comprendió que no disponía de medio alguno para poner orden y serenidad en tal arbitrariedad, y volvió a pensar que no debía seguir en el lecho y que lo más cuerdo era arriesgarlo todo, aunque tan sólo existiera una ínfima esperanza de liberarse de allí. Pero al mismo tiempo no olvidaba que mucho mejor que tomar decisiones desesperadas era la reflexión tranquila y serena. En tales momentos, en lo posible, clavaba los ojos con fuerza en la ventana; mas, por desgracia, la vista de la niebla, que aquella mañana ocultaba incluso el lado opuesto de la calle, poca esperanza y escasos ánimos podía infundirle. “Las siete ya –se dijo al oír de nuevo el despertador–. ¡Las siete ya, y todavía sigue la niebla!”. Durante unos instantes permaneció tendido, inmóvil y respirando despacio, como si esperase del silencio absoluto la vuelta del estado verdadero y normal de las cosas. Empero se dijo: “Antes de que den las siete y cuarto es indispensable que me haya levantado. Sin contar que entre tanto vendrá de seguro alguien del negocio a preguntar por mi, pues allí abren antes de las siete”. Y se dispuso a salir de la cama, balanceándose cuan largo era. Dejándose caer en esta forma, era probable que la cabeza, que tenía el firme propósito de mantener enérgicamente erguida, saliese sin daño alguno. La espalda parecía ser suficientemente dura: nada le pasaría al dar con ella en la alfombra. Unicamente le hacia vacilar el temor al estruendo que esto habría de producir, y que sin duda originaría, detrás de cada puerta, cuando no un susto, por lo menos una inquietud. Pero debía intentarse. Cuando Gregorio estaba ya a medias fuera de la cama –el nuevo método más parecía un juego que un trabajo, pues sólo implicaba el balancearse siempre hacia atrás–, pensó que todo sería muy sencillo si alguien viniese en su ayuda. Con dos personas robustas –pensaba en su padre y en la criada– bastaría; no tendrían sino que pasar los brazos por debajo de su abombada espalda, desenfundarlo del lecho y, agachándose luego con la carga, permitirle solícitamente estirarse por completo en el suelo, en donde era de presumir que las patas demostrarían su razón de ser. Ahora bien, y prescindiendo de que las puertas estaban cerradas, ¿le convenía en realidad pedir ayuda? Pese a lo difícil de su situación, no pudo evitar una sonrisa. Ya estaba tan avanzado, que al balancearse con más fuerza apenas podía mantener aún el equilibrio, y muy luego debía decidirse definitivamente, pues en cinco, minutos iban a dar las ocho un cuarto; en esto tocaron a la puerta de calle. “Seguramente es alguien de la firma”, pensó Gregorio, quedando como paralizado mientras sus patas danzaban cada vez con mayor celeridad. Un momento todo permaneció en silencio: “No abren”, pensó entonces, asiéndose a alguna descabellada esperanza. Pero, como no podía dejar de suceder; se sintieron aproximarse a la puerta las fuertes pisadas de la criada. Le bastó a Gregorio oír la primeras palabra pronunciada por el visitante, para percatarse de quién era –era el gerente en persona. ¿Por qué estaría Gregorio condenado a trabajar en una casa en la cual la más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más serias sospechas? ¿Acaso los empleados, todos en general y cada uno en particular, no eran sino unos pillos? ¿Acaso no podía haber entre ellos algún hombre de bien, que después de perder aunque sólo fuese un par de horas de la mañana, se volviese loco de remordimiento si no se hallaba en condiciones de abandonar la cama? ¿Acaso no bastaba con mandar a preguntar, por un mensajero, suponiendo que tuviese fundamento esta manía de averiguar, sino que era preciso que viniese el mismísimo gerente a enterar a toda una inocente familia de que sólo él tenía calidad para intervenir en la investigación de tan sospechoso asunto? Y más bien sobreexcitado por estos pensamientos que ya decidido a ello, Gregorio se arrojó con toda violencia fuera del lecho. Se oyó un golpe sordo, pero no era propiamente un estruendo. La alfombra amortiguó la caída, mas la espalda tenía también mayor elasticidad de lo que Gregorio había supuesto, y esto hizo que el ruido fuera menos sospechoso de lo que temía. Pero no tuvo cuidado de mantener la cabeza lo bastante erguida, hiriéndose; el dolor le hizo girarla y restregarla rabiosamente contra la alfombra. –Algo ha caído ahí dentro –dijo el gerente en la habitación de la izquierda. Gregorio intentó imaginarse que al gerente pudiera sucederle algún día lo mismo que hoy a él; la posibilidad de aquello no podría, por cierto, negarse. Mas el jefe, como contestando brutalmente a esta suposición, dio con energía unos cuantos pasos por el cuarto vecino, haciendo crujir sus botines de charol. Desde la habitación contigua de la derecha, la hermana comunicó, susurrando: –Gregorio, ahí está el gerente. “Ya lo sé”, contestó Gregorio para sí; pero no osó levantar la voz hasta el punto de hacerse oír por su hermana. –Gregorio –dijo por fin el padre desde la habitación contigua de la izquierda–, Gregorio, ha venido el señor gerente y pregunta por qué no te marchaste en el primer tren. No sabemos lo que debemos contestarle. Además, desea hablar personalmente contigo, de modo que haz el favor de abrir la puerta. El señor gerente tendrá la bondad de disculpar el desorden del cuarto. –¡Buenos días, señor Samsa! llamó entonces amablemente el gerente. –No se encuentra bien –dijo la madre a este último mientras el padre continuaba hablando junto a la puerta–. No se siente bien, créame usted, señor gerente. ¿Cómo, si no, iba Gregorio a perder el tren? Si el chico no tiene otra cosa en la cabeza más que el negocio. ¡Si casi me molesta que no salga ninguna noche! Ahora, por ejemplo, ha estado aquí ocho días; ¡ni una sola noche ha salido de casa! Se sienta con nosotros a la mesa, lee el periódico sin decir palabra o estudia itinerarios. Su única distracción consiste en trabajos de carpintería. En dos o tres veladas ha tallado un marquito. Cuando lo vea usted, se va a asombrar; es perfecto. Ahí está colgado, en su cuarto; ya lo verá usted enseguida, en cuanto abra Gregorio. Por otra parte, me alegra verle a usted, señor gerente, pues nosotros solos nunca hubiéramos podido convencer a Gregorio de abrir la puerta. Es tan ¡testarudo! Tal vez no se encuentra bien, aunque en la mañana lo negara. –Voy, en seguida –exclamó lentamente Gregorio, circunspecto y sin moverse para no perder palabra de la conversación. –De otro modo, no sabría explicármelo, señora –repuso el gerente–. Es de esperar que no será nada serio. Aunque, por otra parte, no tengo más remedio que decir que nosotros, los comerciantes, desgraciada o afortunadamente, como se quiera, tenemos a la fuerza que saber sufrir a menudo ligeras indisposiciones, anteponiendo a todo los negocios.
–Bueno –preguntó el padre, impacientándose y volviendo a llamar a la puerta–: ¿Puede entrar ya el señor gerente? – No –respondió Gregorio. En la habitación contigua de la izquierda reinó un silencio lleno de tristeza, y en la habitación contigua de la derecha comenzó a sollozar la hermana. Pero ¿Por qué no iba ésta a reunirse con los demás? Verdad es que acababa de levantarse y que ni siquiera había empezado a vestirse. Mas ¿Por qué lloraba? Posiblemente porque el hermano no se levantaba, porque no hacia pasar al gerente, porque conocía el peligro de perder su trabajo, con lo cual el amo volvería a atormentar a los padres con las deudas de antaño. Pero éstas, por ahora, eran preocupaciones del todo gratuitas. Gregorio estaba todavía allí, y no pensaba ni remotamente en abandonar a los suyos. Por el momento, yacía sobre la alfombra y nadie que conociera el estado en que se encontraba habría pensado que podía hacer entrar en su cuarto al gerente. Sin embargo, esta pequeña descortesía, que más adelante sabría de seguro explicar en forma satisfactoria, no era motivo suficiente para despedirle sin demora. Y Gregorio pensó que, por de pronto, mucho mejor que molestarle con llantos y discursos era dejarle en paz. Pero la incertidumbre en que se hallaban respecto a él era precisamente lo que oprimía a los otros, disculpando su actitud. –Señor Samsa –dijo, por fin, el gerente con voz campanuda–, ¿qué es lo que pasa? Se ha atrincherado usted en su habitación, no contesta más que sí o no, inquieta grave e inútilmente a sus padres, y, sea dicho de paso, falta a su obligación en el almacén de una manera en verdad inaudita. Le hablo a usted aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le ruego muy en serio que se explique de inmediato con claridad. ¡Me asombra, me asombra! Yo le tenia a usted por un hombre formal y juicioso, y no parece sino que ahora, de repente, quiere usted hacer gala de incomprensibles extravagancias. Cierto que el jefe me insinuó esta mañana una posible explicación de su falta, se refería al cobro que se le encomendó a usted hace poco, mas yo casi empeñé mi palabra de honor de que esta explicación no venía al caso. Pero ahora, ante esta incomprensible testarudez, no me quedan ya ganas de seguir interesándome por usted. Además su puesto no es de por sí el más seguro. Mi intención era decirle a usted todo esto a solas; pero, como usted tiene a bien hacerme perder inútilmente el tiempo, no veo por qué no habrían de enterarse también sus señores padres. En estos últimos tiempos su trabajo ha dejado bastante que desear; cierto que no es ésta la época más propicia para los negocios; nosotros mismos lo reconocemos. Pero, señor Samsa, no hay época, no debe haberla, en que los negocios estén completamente detenidos. –Señor gerente –gritó Gregorio fuera de sí, olvidándose en su excitación de todo lo demás–. Voy de inmediato, voy al instante. Una ligera indisposición, un desvanecimiento, me impidió levantarme. Estoy todavía acostado. Pero ya me siento completamente despejado. Ahora mismo me levanto. ¡Un momento de paciencia! Aún no me encuentro tan bien como creía. Pero ya estoy mejor. ¡No se comprende cómo le pueden suceder a uno estas cosas! Ayer tarde me sentía tan bien. Sí, mis padres lo saben. Mejor dicho, ya ayer tarde tuve una especie de presentimiento. ¿Cómo no me lo notaron? Y ¿por qué no lo diría yo en el negocio? Pero siempre cree uno que podrá pasar la enfermedad sin necesidad de quedarse en casa. ¡Señor gerente, tenga consideración con mis padres! No hay motivo para todos los reproches que me hace usted ahora; nunca me han dicho nada de esto. Sin duda, no ha visto usted los últimos pedidos que he remitido. Por lo demás, saldré en el tren de las ocho. Este par de horas de descanso me han dado fuerzas. No se detenga más, señor. En seguida voy al negocio. ¡Sea tan amable de explicar allí esto, así como que presente mis respetos al patrón!. Y mientras profería atropelladamente este discurso, sin casi saber lo que decía, Gregorio, gracias a la soltura ya adquirida en la cama, se aproximó, fácilmente al velador e intentó erguirse apoyándose en él. Quería en efecto abrir la puerta, dejarse ver, hablar con el gerente, sentía curiosidad por saber lo que diría cuando lo viesen los que con tanta ansia le llamaban. Si se asustaban, Gregorio se encontraba desligado de toda responsabilidad y no tenía por qué temer. Si por el contrario, se quedaban tan tranquilos, tampoco él tenía por qué excitarse y podía, dándose prisa, estar realmente a las ocho en la estación. Varias veces resbaló sobre las lisas paredes del velador; pero, al fin, un último brinco le puso en pie. A pesar de su ardor, no se preocupaba de los dolores en el vientre. Se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patitas. Logró a la vez recobrar el dominio de sí mismo y calló, para escuchar lo que decía el gerente. – ¿Han entendido ustedes una sola palabra? –preguntaba éste a los padres–. ¿No será que se está burlando de nosotros? –¡Por amor de Dios! –exclamó la madre, llorando–. Tal vez se siente muy mal y nosotros le estamos mortificando. –Y luego llamó–: ¡Greta! ¡Greta! – ¿Qué madre? –contestó la hermana desde el otro lado de la habitación de Gregorio, a través de la cual se comunicaban. –Tienes que ir en seguida a buscar al médico; Gregorio está mal. Vé corriendo. ¿Has oído cómo hablaba ahora Gregorio? –Es una voz de animal –dijo el gerente, que hablaba en un tono extraordinariamente bajo, comparado con la gritería de la madre. –¡Ana! ¡Ana! -llamó el padre, volviéndose hacia la cocina a través de la antesala y dando palmadas-. Vaya inmediatamente a buscar un cerrajero. En seguida se sintió el rumor de las faldas de las dos muchachas que salían corriendo –¿cómo se habría vestido tan de prisa la hermana?–, y se oyó abrir bruscamente la puerta de calle. Pero no se percibió ningún portazo. Debieron de dejar la puerta abierta, como suele suceder en las casas en donde ha ocurrido una gran desgracia. Gregorio se hallaba ya mucho más tranquilo. Cierto que sus palabras resultaban ininteligibles, aunque a él le parecían muy claras, más claras que antes, sin duda porque se le iba acostumbrando el oído. Pero evidentemente ya se habían dado cuenta los demás de que algo insólito le sucedía y se disponían a acudir en su ayuda. La decisión y firmeza con que fueron tomadas las primeras disposiciones le aliviaron. Se sintió de nuevo incluido entre los seres humanos, y esperó de los dos, del médico y del cerrajero sin distinguirlos en realidad, acciones extrañas y maravillosas. Y a fin de poder intervenir con la mayor lucidez posible en las conversaciones decisivas que se avecinaban lanzó un ligero carraspeo, tomándose a hacerlo muy ahogadamente por temor a que también este ruido sonase a algo que no fuese una tos humana, cosa que ya no tenía seguridad de poder distinguir. Mientras tanto en la habitación contigua reinaba un profundo silencio. Tal vez los padres, sentados junto a la mesa con el gerente, cuchicheaban con éste. Tal vez estaban todos pegados a la puerta escuchando. Gregorio se deslizó lentamente hacia la puerta tomado de la silla; la soltó allí y se arrojó contra la puerta, sosteniéndose de ella erguido –los lóbulos de sus patas tenían una especie de viscoso pegamento–, descansando así un rato del esfuerzo realizado. Luego intentó con la boca hacer girar la llave dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener lo que propiamente llamamos dientes. ¿con qué iba entonces a abrir la llave? Pero, en cambio, sus mandíbulas eran muy fuertes y, sirviéndose de ellas, pudo poner la llave en movimiento, sin reparar en el daño que seguro se hacía, pues un líquido café le salió de la boca, resbalando por la llave y goteando hasta el suelo.
–Escuchen ustedes –dijo el gerente en el cuarto inmediato–; está dando vueltas a la llave. Estas palabras alentaron mucho a Gregorio. Pero todos, el padre, la madre, debían haberle gritado: “¡Adelante, Gregorio!” Sí, debían haberle gritado: “¡Siempre adelante! “¡Duro con la cerradura!”. E imaginando la ansiedad con que todos seguirían sus esfuerzos, mordió con toda su alma en la llave, medio desfallecido. Y, a medida que ésta giraba en la cerradura, él se sostenía meciéndose en el aire, colgado por la boca, y, conforme era necesario, se agarraba a la llave o la empujaba hacia abajo con todo el peso de su cuerpo. El sonido más claro de la cerradura, cediendo por fin, le volvió completamente en sí. “Bueno” –se dijo con un suspiro de alivio–, pues no he necesitado del cerrajero”, y luego apoyó, la cabeza en el pestillo para acabar de abrir la puerta. Este modo de abrirla fue causa de que, a pesar de la amplia entrada, todavía no se le viese. Tuvo primero que girar despacio contra una de las hojas de la puerta, con gran cuidado para no caerse bruscamente de espaldas en el umbral. Y aún estaba ocupado en llevar a cabo tan difícil movimiento, sin tiempo para pensar en otra cosa, cuando sintió un “¡oh!” del gerente, que sonó como suena el mugido del viento, y vio a este señor, el más cercano a la puerta, taparse la boca abierta con la mano y retroceder poco a poco, como impulsado mecánicamente por una fuerza invisible. La madre –que, pese a la presencia del gerente, estaba allí aún sin peinarse, con el pelo enredado en lo alto del cráneo– miró primero al padre y, juntando las manos, avanzó luego dos pasos hacia Gregorio, y se desplomó por fin, en medio de sus faldas esparcidas en torno suyo, con el rostro oculto en las profundidades del pecho. El padre, con expresión hostil, apuró la mano cual si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; luego se volvió, saliendo con paso inseguro al vestíbulo y, cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar de tal modo, que su robusto pecho se sacudía entero. Gregorio, entonces, no penetró en la habitación; permaneció apoyado en la hoja cerrada de la puerta, de modo que sólo presentaba la mitad superior del cuerpo, con la cabeza inclinada de medio lado, observando a los otros. Entre tanto había ido clareando, y en la acera opuesta se recortaba nítido un trozo del enorme y negruzco edificio de enfrente –era un hospital–, cuya monótona fachada rompían simétricas ventanas. La lluvia no había cesado, pero caía ya en goterones aislados, que se veían llegar separadamente al suelo. Sobre la mesa había excesiva cantidad de utensilios además del servicio del desayuno, pues para el padre era ésta la comida principal del día, que gustaba prolongar durante horas con la lectura de variados periódicos. En la pared delante de Gregorio colgaba un retrato de éste, hecho durante su servicio militar, y que lo representaba con uniforme de teniente, la mano puesta en la espalda, sonriendo despreocupadamente, con un aire que parecía exigir respeto para su indumentaria y su actitud. Esa habitación daba al recibo; la puerta que daba al vestíbulo estaba abierta y por ella podían verse la puerta principal –también abierta–, el rellano de la escalera y el comienzo descendente de ésta. –Bueno –dijo Gregorio, muy convencido de ser el único que había conservado la serenidad–. Bueno, me visto en el acto, recojo el muestrario y salgo de viaje. ¿Me permitirán ustedes que salga de viaje, verdad? Pues, señor gerente, ya ve que no soy testarudo y que trabajo con gusto. El viajar es cansador, pero yo no sabría vivir sin viajar. ¿A dónde va usted, señor gerente? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará todo tal como ha sucedido? Puede uno tener un momento de incapacidad para el trabajo; pero es precisamente entonces cuando deben recordar lo útil que uno ha sido y pensar que, una vez pasado el impedimento, se volverá a ser tanto o más activo y se trabajará con mayor celo. Yo, como usted sabe muy bien, le estoy muy obligado al jefe. Por otro lado, también tengo que atender a mis padres y a mi hermana. Hoy me encuentro en un grave aprieto, pero trabajaré para salir de él. No me haga usted la cosa más difícil de lo que ya es. Póngase de mi parte. Ya sé que al viajante no se le quiere. Todos creen que gana dinero a montones y que además se da la gran vida. Cierto es que no hay ninguna razón especial para que este prejuicio desaparezca. Pero usted, señor gerente, usted está más enterado de lo que son las cosas que el resto del personal, incluso, y dicho sea en confianza, que el propio jefe, el cual, en su calidad de amo, se equivoca con frecuencia desfavorablemente respecto de un empleado. Usted sabe muy bien que el viajante, como está fuera del negocio la mayor parte del año, es fácil pasto de habladurías y víctima propicia de coincidencias y quejas infundadas, contra las cuales no te es fácil defenderse, ya que la mayoría de las veces no llegan a su conocimiento, y que sólo al regresar reventado de un viaje es cuando empieza a notar directamente las funestas consecuencias de una causa invisible. Por favor, señor, no se vaya sin decirme algo que me pruebe que me da usted la razón, por lo menos en parte. Pero desde las primeras palabras de Gregorio, el gerente había dado media vuelta, y lo contemplaba por encima del hombro, convulsivamente agitado, con una mueca de asco en los labios. Mientras Gregorio hablaba, no permaneció un instante tranquilo. Se retiró hacia la puerta sin quitarle ojo de encima, pero muy lentamente, como si una prohibición misteriosa le impidiese abandonar aquella habitación. Llegó por fin al vestíbulo y, ante la prontitud con que alzó por última vez el pie del suelo, podía decirse que había pisado brasas. Luego alargó el brazo derecho en dirección de la escalera, como si esperase encontrar allí una milagrosa liberación. Gregorio comprendió que no debía de ningún modo dejar marchar al gerente en ese estado de ánimo, pues si no su puesto en la firma se vería seriamente amenazado. No comprendían esto los padres tan bien como el, porque en el transcurso de los años habían llegado a hacerse la ilusión de que la posición de Gregorio en aquella casa era para toda la vida; además, con la inquietud del momento y sus consiguientes quehaceres, se habían olvidado de toda prudencia. Pero no así Gregorio, que se percataba de que era indispensable retener al gerente, apaciguarle, convencerlo, conquistarlo; de ello dependía el porvenir de Gregorio y de los suyos. ¡Si tan siquiera estuviese ahí la hermana! Ella era muy lista; había llorado cuando Gregorio aún yacía tranquilamente sobre el caparazón de su espalda. De seguro que el gerente, ese mujeriego, se habría dejado llevar por la hermana a donde ella hubiese querido. Habría cerrado la puerta y le habría quitado el susto en la misma antesala. Pero no estaba la hermana, y Gregorio tenía que actuar por sí solo. Y sin pensar que todavía no conocía sus nuevas facultades de movimiento, ni tampoco que lo más posible y hasta lo más seguro era que no habría logrado hacerse comprender con su discurso, abandonó la hoja de la puerta en que se apoyaba, se deslizó por el hueco tomado en la abertura de la otra, con intención de avanzar hacia el gerente, que seguía cómodamente agarrado a la barandilla del rellano; cayó sin embargo, inevitablemente, sobre sus muchas patitas, dando un pequeño grito. Al punto se sintió, por primera vez en aquel día, invadido por un verdadero bienestar; las patitas, apoyada en el suelo, le obedecían perfectamente. Lo notó con natural alegría y vio que se esforzaban en llevarle allí donde él deseaba ir, dándole la sensación de que se avecinaba el inminente fin de sus sufrimientos. Pero justo en el instante en que Gregorio, a causa del movimiento contenido, se balanceaba a ras de tierra, no lejos y enfrente de su madre, ésta, no obstante hallarse tan sumida en sí, dio de pronto un brinco y se puso a gritar, extendiendo los brazos y separando los dedos: “¡Socorro! ¡Por amor de Dios! ¡Socorro!” Inclinaba la cabeza como para ver mejor a Gregorio; pero en seguida, cómo para desmentir este supuesto, se echó hacia atrás y, no habiendo recordado que la mesa estaba aún puesta, quedó sentada en ella, distraídamente, sin darse cuenta de que a su lado el café chorreaba de la cafetera volcada, derramándose por la alfombra. –¡Madre! ¡Madre! –murmuró Gregorio, mirándola de abajo arriba. Por un momento se esfumó de su memoria la figura del gerente; y ante el café vertido, no pudo dejar de abrir y cerrar repetidas veces las mandíbulas en el vacío. La madre dio un nuevo alarido, y, alejándose de la mesa, se arrojó en brazos del padre, que corría a su encuentro. Pero ya no podía Gregorio dedicar su atención a sus padres; el gerente estaba en la escalera y, con la barbilla apoyada sobre la baranda, dirigía una última mirada a aquella escena. Gregorio tomó impulso para darle alcance, pero él algo debió presentir, pues, de un salto, bajó varios escalones y desapareció. ¡Uaahh!, alcanzó a gritar y quedó resonando por toda la escalera. Para colmo de desgracia, esta huida del gerente pareció transtornar también por completo al padre, que hasta entonces se había mantenido relativamente sereno, pues en lugar de precipitarse tras el fugitivo, o por lo menos permitir que así lo hiciese Gregorio, empuño, con la diestra el bastón del gerente –que éste no se había cuidado de recoger, como tampoco su sombrero y su gabán, olvidados en una silla– y, armándose con la otra mano de un gran periódico que estaba sobre la mesa, se preparó, dando fuertes patadas en el suelo y esgrimiendo papel y bastón, a hacer retro– ceder a Gregorio hasta el interior de su cuarto. De nada le sirvieron a este último sus súplicas, que no fueron entendidas; y, por mucho que volvió sumiso la cabeza hacia su padre, sólo consiguió hacerle redoblar su enérgico pataleo. La madre, por su parte, a pesar del tiempo frío había bajado el cristal de una de las ventanas y, violentamente inclinada hacia afuera, se cubría el rostro con las manos. Entre el aire de la calle y el de la escalera se estableció una corriente fortísima; las cortinas de la ventana se ahuecaron; los periódicos sobre la mesa se agitaron y algunas hojas sueltas volaron por el suelo. El padre, implacable, apremiaba la retirada lanzando silbidos salvajes. Pero Gregorio carecía aún de práctica en la marcha hacia atrás y la cosa iba muy despacio. ¡Si al menos hubiera podido volverse! En un dos por tres se habría encontrado en su cuarto. Pero temía, con su lentitud en dar la vuelta, impacientar al padre, cuyo bastón erguido amenazaba deslomarle o abrirle la cabeza. Finalmente, sin embargo, no tuvo más remedio que volverse, pues advirtió con terror que, caminando hacia atrás, le era imposible conservar su dirección. Así es que, sin dejar de mirar angustiosamente hacia su padre, inició una vuelta lo más rápido que pudo, es decir, con extraordinaria lentitud. El padre debió de percatarse de su buena voluntad, pues dejó, de acosarlo, dirigiendo incluso de lejos con la punta del bastón el movimiento giratorio. ¡Si al menos hubiese cesado ese irresistible silbido! Esto era lo que a Gregorio le hacía perder por completo la cabeza. Cuando ya iba a terminar la vuelta, aquel silbido le equivocó, haciéndole retroceder otro poco. Por fin logró verse frente a la puerta. Pero entonces comprendió que su cuerpo era demasiado ancho para poder franquearla sin más ni más. Al padre, en su actual disposición de ánimo, no se le ocurrió naturalmente abrir la otra hoja para dejar espacio suficiente. Sólo una idea le embargaba: la de que Gregorio había de meterse cuanto antes en su habitación. Tampoco le hubiera permitido nunca los complicados preparativos que necesitaba para erguirse y, de este modo, pasar por la puerta. Como si no existiese para esto ningún impedimento, le empujaba pues con estrépito creciente. Gregorio sentía tras de sí una voz que parecía imposible fuese la de un padre. ¡El asunto iba muy en serio! Pasase lo que pasase, Gregorio se apretujó en el marco de la puerta. Se irguió de medio lado; pero quedó atravesado en el umbral, con su costado completamente deshecho. En lo blanco de la puerta, se imprimieron unas manchas repulsivas. Gregorio quedó allí atascado, imposibilitado en absoluto de hacer por sí solo el menor movimiento. Las patitas de uno de los lados colgaban en el aire, y las del otro eran dolorosamente prensadas contra el suelo... En esto, el padre le dio por detrás un golpe enérgico y salvador, que lo precipitó dentro del cuarto, sangrando en abundancia. Luego la puerta fue cercada con el bastón y todo volvió por fin a la calma.

CAPITULO II

Recién cuando anochecía despertó Gregorio de aquel sueño tan pesado, semejante a un desvanecimiento. No habría tardado mucho en despertar por sí solo, pues ya había descansado bastante, pero le pareció que le despertaba el rumor de unos pasos furtivos y el ruido de la puerta del recibo, cerrada con cuidado. El reflejo de los faroles eléctricos suponía franjas de luz en el techo de la habitación y en la parte superior de los muebles; pero abajo, donde estaba Gregorio, estaba oscuro. Lenta y todavía torpemente, tanteaba con sus antenas, cuyo valor recién comprendía; se deslizó hasta la puerta para ver lo que allí había ocurrido. Su lado izquierdo era una única, larga y punzante llaga. Cojeaba, alternativa y simétricamente, sobre cada una de sus dos filas de patas. Por otra parte, una de sus patitas, herida en el accidente de por la mañana –¡milagro fue que las demás saliesen ilesas!–, se arrastraba, inerte. Al llegar a la puerta, comprendió que lo que allí le había atraído era el olor de algo comestible. Encontró una fuentecilla llena de leche azucarada, en la cual flotaban pequeñas rebanadas de pan blanco. Casi se puso a reír de gozo, pues tenía aún más hambre que por la mañana, y, al momento, zambulló la cabeza en la leche casi hasta los ojos. Pero pronto hubo de retirarla desilusionado, pues no sólo la dolencia de su lado izquierdo le hacía dificultosa la operación –para comer tenía que poner todo el cuerpo en movimiento–, sino que además la leche, que hasta entonces fuera su bebida predilecta –por eso, sin duda, la había colocado allí la hermana-, no le gustó nada. Se apartó casi con repugnancia de la escudilla, y se arrastró de nuevo hacia el centro de la habitación. Por la rendija de la puerta vio que la luz estaba encendida en el comedor. Mas, contrariamente a lo que sucedía siempre, no se oía al padre leer en alta voz a la madre y a la hermana el diario de la noche. No se sentía el menor ruido. Quizá esta costumbre, de la que siempre le hablaba la hermana en sus cartas, hubiese últimamente desaparecido. Pero todo en torno estaba silencioso, y eso que con toda seguridad la casa no estaba vacía, “¡Qué vida más tranquila parece llevar mi familia”, pensó Gregorio. Y mientras sus miradas se clavaban en la sombra, se sintió orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y hermana tan sosegada existencia, en un marco tan lindo. ¿Y si toda aquella tranquilidad, aquel bienestar y aquella alegría encontraran su terrible final? Para no dejarse extraviar por estos pensamientos, prefirió ponerse activo y comenzó a arrastrarse por el cuarto. En el curso de la larga noche se entreabrió una vez una de las hojas de la puerta, y otra vez la otra: alguien, sin duda, necesitaba entrar y vacilaba. Gregorio, en vista de ello, se paró contra la misma puerta que daba al comedor, dispuesto a atraer hacia el interior al indeciso visitante, o por lo menos averiguar quién fuera éste; pero la puerta no volvió a abrirse, y esperó en vano. En las primeras horas de la mañana, cuando la puerta se hallaba cerrada, todos habían querido entrar, y ahora que él había abierto una puerta y que las otras habían sido también abiertas, sin duda durante el día, ya no venía nadie, y las llaves estaban ahora colocadas por fuera, en las cerraduras. Muy entrada la noche, se apagó la luz del comedor. Pudo Gregorio comprender por ello que sus padres y hermana habían velado hasta entonces, y sintió, que ahora se alejaban en puntillas. Hasta la mañana quizá no entraría ya nadie a ver a Gregorio; tenía, por lo tanto, tiempo suficiente para pensar, sin temor a ser importunado, acerca de cómo le convendría ordenar en adelante su vida. pero aquella habitación fría y alta en donde debía permanecer echado de bruces, le daba miedo, sin que lograse explicarse el porqué, pues era la habitación en que vivía desde hacía cinco años... Bruscamente, y con cierta vergüenza, se precipitó debajo del sofá, en donde no obstante sentirse algo estrecho por no poder levantar la cabeza, se encontró en seguida muy bien, lamentando sólo no poder introducirse allí por completo a causa de su excesivo grosor. Allí permaneció toda la noche, parte en un semisueño del que le despertaba con sobresalto el hambre, y parte también presa de preocupaciones y esperanzas no muy definidas, pero cuya conclusión era siempre la necesidad, por de pronto, de tener calma y paciencia y de hacer lo posible para que la familia, a su vez, soportase las molestias que él, en su estado actual, no podía dejar de causar. Muy de mañana –apenas clareaba el día– tuvo Gregorio ocasión de experimentar la fuerza de estas resoluciones. Su hermana, casi enteramente vestida, abrió la puerta y miró con expectación hacia adentro. Al principio no le vio, pero al divisarle luego debajo del sofá –¡en algún sitio había de estar, santo Dios, no iba a haber volado!– se asustó tanto, que sin poderse dominar cerró la puerta de un golpe. Pero, como arrepentida de su proceder, volvió a abrir al momento y entró de puntillas, cual si fuese la habitación de un enfermo grave o la de un extraño. Gregorio, con la cabeza casi asomada fuera del sofá, la observaba. ¿Repararía en que no había probado la leche y, comprendiendo que ello no era por falta de apetito, le traería de comer otra cosa más adecuada? Pero, si por ella misma no lo hacía, él prefería morirse de hambre antes de llamarle la atención sobre esto, no obstante sentir unas ganas tremendas de salir de debajo del sofá, arrojarse a sus pies y suplicarle le trajese algo bueno de comer. Sin embargo, la hermana, asombrada, advirtió de inmediato que la escudilla estaba intacta, únicamente se había derramado un poco de leche a su alrededor. La recogió en seguida, pero no con la mano, sino valiéndose de un trapo, y se la llevó. Gregorio sentía una gran curiosidad por ver lo que iba a traerle en reemplazo, haciéndose respecto a ello muchas y muy distintas conjeturas. Mas nunca hubiera adivinado lo que su hermana le reservaba. A fin de ver cuál era su gusto, le trajo un surtido completo de alimentos y los extendió sobre un periódico viejo: allí había legumbres medio podridas; huesos de la cena de la víspera, rodeados de salsa blanca cuajada: pasas y almendras; un pedazo de queso, que dos días antes Gregorio había declarado incomible; un panecillo duro; otro untado con mantequilla, y otro con mantequilla y sal. Añadió a esto la escudilla, que por lo visto quedaba destinada a Gregorio definitivamente, pero ahora estaba llena de agua. Y por delicadeza, pues sabía que Gregorio no comería estando ella presente, se retiró y cuán pronto pudo echó la llave, sin duda para que Gregorio comprendiese que podía ponerse a sus anchas. Al ir Gregorio a comer, sus patas produjeron un zumbido. Por otra parte, las heridas debían de haberse curado ya por completo, porque no sintió ninguna molestia; lo cual no dejo de sorprenderle, pues recordó que hacía más de un mes se había herido con un cuchillo en un dedo y que aún anteayer le dolía bastante. “¿Tendré yo ahora menos sensibilidad que antes?”, pensó, mientras empezaba a chupar con glotonería el queso, que fue lo que primero y con más fuerzas le sedujo. Rápido, con los ojos arrasados en lágrimas de alegría, devoró sucesivamente el queso, las legumbres y la salsa; en cambio, los alimentos frescos no le gustaban; su olor mismo le era insoportable, hasta el punto de arrastrar lejos aquellas cosas que quería comer. Ya hacía tiempo que había terminado, pero aún se hallaba perezosamente tendido en el mismo sitio, cuando la hermana, para anunciarle sin duda que debía retirarse, hizo girar con lentitud la llave. A pesar de estar medio dormido Gregorio se sobresaltó y corrió a ocultarse de nuevo debajo del sofá. Permanecer allí, sin embargo, aunque sólo el breve tiempo en que la hermana estuvo en el cuarto, le costó ahora gran esfuerzo de voluntad, pues, a consecuencia de la abundante comida, su cuerpo se había abultado algo y apenas si podía respirar en aquel reducido espacio. Presa de un leve ahogo miraba, con los ojos un poco salidos de sus órbitas, a su hermana, completamente ajena a lo que le sucedía, barrer con una escoba no sólo los restos de comida, sino también los alimentos que Gregorio no había siquiera tocado, como si éstos no pudiesen ya aprovecharse. Y vio también cómo le arrojaba todo violentamente a un cubo, que cerró luego con una tapa de madera, llevándose todo por fin. Apenas se hubo dado vuelta, Gregorio se aprestó para salir de debajo del sofá, para desperezarse y caminar. De esta manera, pues, recibía Gregorio día tras día comida; una vez por la mañana, cuando todavía dormían los padres y la criada, y otra después del almuerzo, mientras los padres cabeceaban otro rato y la criada salía con algún encargo hecho por la hermana. Seguramente no querrían tampoco ellos que Gregorio se muriese de hambre; pero quizá no hubieran podido soportar el espectáculo de sus comidas, y era mejor que sólo las conociesen por lo que les dijera la hermana. Quizá también quería ésta ahorrarles otra pena inútil, además de lo que ya sufrían. A Gregorio le fue del todo imposible averiguar con qué disculpas habían despedido aquella mañana al médico y al cerrajero; como no se hacía comprender por nadie, nadie pensó, ni siquiera la hermana, que él pudiese comprender a los demás. No le quedó, pues, otro remedio que contentarse, cuando la hermana entraba en su cuarto, con oírla gemir e invocar a todos los santos. Más adelante, cuando ella se hubo acostumbrado un poco a este nuevo estado de cosas no puede, naturalmente, suponerse que se acostumbrase por completo, pudo Gregorio advertir en ella alguna intención amable, o, por lo menos, algo que se podía considerar como tal. “Hoy sí que le ha gustado”, decía cuando Gregorio había comido en abundancia mientras que en el caso contrario, cada vez más frecuente, solía decir casi con tristeza: “Vaya, ha vuelto a dejarlo todo”. Aun cuando Gregorio no podía saber directamente ninguna noticia, prestaba atención a lo que sucedía en las habitaciones contiguas, y tan pronto sentía voces, corría hacia la puerta que correspondía al lado de donde provenían y se pegaba a ella cuán largo era. Sobre todo en los primeros tiempos, aunque no claramente, todas las conversaciones se referían a él. Durante dos días, en todas las comidas hubo deliberaciones acerca de la conducta que debía observarse en adelante. Pero también fuera de las comidas se hablaba de lo mismo, pues como ninguno de los miembros de la familia quería permanecer solo en casa, y como tampoco querían dejar ésta abandonada, siempre había allí por lo menos dos personas. Ya el primer día, la criada –por cierto que todavía no se sabía exactamente hasta qué punto estaba enterada de lo ocurrido– le había suplicado de rodillas a la madre que la despidiera en seguida, y al marcharse, un cuarto de hora después, agradeció con lágrimas en los ojos el gran favor que se le hacía, y sin que nadie se lo pidiese, se comprometió, con el más terrible juramento, a no contar a nadie absolutamente nada. La hermana tuvo que ponerse a cocinar junto con la madre; lo que, en realidad, no daba mucho trabajo, pues apenas comían. Gregorio los oía continuamente animarse en vano unos a otros a comer, siendo un “gracias, tengo suficiente”, u otra frase por el estilo, la única respuesta. Es posible que tampoco bebieran nada. Con frecuencia preguntaba la hermana al padre si quería cerveza, ofreciéndose cariñosamente ir ella misma a buscarla, pero como el padre no hacía caso, ella añadía que también podían mandar a la portera. Cuando el padre respondía por fin con un “no” que no admitía réplica, no se hablaba más del asunto. Ya el primer día expuso el padre a la madre y a la hermana la verdadera situación económica de la familia y las perspectivas que ante ésta se abrían. De cuando en cuando se levantaba de la mesa para buscar en su pequeña caja de caudales –salvada de la quiebra de cinco años atrás– algún documento o libro de notas. Podía escucharse el ruido de la complicada cerradura al abrirse o volver a cerrarse, después de haber sacado lo que buscaba. Estas explicaciones fueron, en cierto modo, la primera noticia agradable que pudo escuchar Gregorio desde su enclaustramiento. El siempre había creído que a su padre no le quedaba absolutamente nada del negocio. El padre, al menos, nada le había dicho que pudiese desvanecer esta idea, y en verdad Gregorio tampoco le había preguntado nada sobre el particular. Por aquel entonces Gregorio sólo había pensado poner cuantos medios estuvieran a su alcance para hacer olvidar a los suyos, lo más rápidamente posible, la desgracia mercantil que los sumiera a todos en la más completa desesperación. Por eso había él comenzado a trabajar con tal empuje, convirtiéndose en poco tiempo de dependiente sin importancia, en todo un viajante de comercio, con harto mayores posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales se patentizaban luego bajo la forma de comisiones constantes y sonantes, puestas sobre la mesa familiar ante el asombro y la alegría de todos. Fueron aquellos tiempos hermosos de veras, pero no se habían repetido, al menos con igual esplendor, no obstante llegar más tarde Gregorio a ganar lo suficiente para llevar por sí solo el peso de toda la casa. La costumbre, tanto en la familia, que recibía agradecida el dinero de Gregorio, como en éste, que lo entregaba con gusto, hizo que aquella primera sorpresa y primera alegría no volviesen a producirse con el mismo calor. Sólo la hermana permaneció, siempre estrechamente unida a Gregorio, y como, al contrario de éste, era muy aficionada a la música y tocaba el violín con mucho arte, él alimentaba la secreta esperanza de mandarla el año siguiente al Conservatorio, sin reparar en los enormes gastos que esto había forzosamente de acarrear, y de los cuales ya se resarciría por otro lado. Durante las breves estancias de Gregorio junto a los suyos, el Conservatorio sonaba a menudo en las charlas con la hermana pero siempre como añoranza de un lindo sueño en cuya realización no se podía ni pensar. A los padres, estos ingenuos proyectos no les hacían ninguna gracia; pero Gregorio pensaba muy seriamente en ello, y tenía decidido anunciarlo en forma solemne la noche de Navidad. Tales pensamientos, completamente inútiles ya, se agitaban en su mente mientras él, erguido y pegado a la puerta, escuchaba lo que se decía al lado. De cuando en cuando la fatiga le impedía seguir prestando atención y golpeaba despreocupado y con cansancio la cabeza contra la puerta. Mas al punto volvía a erguirla, pues incluso el levísimo ruido que este gesto suyo originaba, era oído en la habitación contigua, haciendo enmudecer a todos. –Pero ¿qué estará haciendo otra vez? –decía al rato el padre, mirando sin duda hacia la puerta, y entonces lentamente se reanudaba la interrumpida conversación. Gregorio supo sobradamente y con gran satisfacción –el padre repetía y recalcaba sus explicaciones, en parte porque hacía tiempo que él mismo no se había ocupado de aquellos asuntos, y en parte también porque la madre tardaba en entenderlos– que, a pesar de la desgracia, aún les quedaba del antiguo esplendor algún dinero; verdad es que muy escaso, pero que algo había ido aumentando desde entonces gracias a los pequeños intereses que estaban intactos. Además, el dinero entregado todos los meses por Gregorio él se reservaba únicamente una mínima cantidad no se gastaba por completo, y había ido a su vez formando un pequeño capital. A través de la puerta, Gregorio aprobaba repetidas veces con la cabeza contento de esta inesperada previsión e insospechado ahorro. Cierto que con este dinero sobrante podía é1 haber pagado poco a poco la deuda que su padre tenía con el jefe, y haberse visto libre de ella mucho antes de lo que creyera; pero ahora resultaban sin duda mejor las cosas, tal como su padre las había dispuesto. Ahora bien, este dinero era de todos modos insuficiente para permitir a la familia vivir tranquila de sus rentas: bastaría tal vez para uno, o a lo más, dos años. Para más tiempo ¡ni pensarlo! Por tanto, era ésta una suma que en realidad no se debía tocar y que convenía reservar para caso de necesidad. El dinero para sobrevivir no había más remedio que ganarlo. Pero el padre, aunque estaba bien de salud, era ya viejo y llevaba cinco años sin trabajar; por consiguiente, poco podría esperarse de él: en estos cinco años que habían constituido las primeras vacaciones de su laboriosa pero fracasada existencia, había ido acumulando mucha grasa y se había vuelto excesivamente gordo. ¿Y debiera acaso trabajar la madre, que padecía de asma, que se fatigaba con sólo andar un poco por la casa, y que un día y otro tenía que tenderse en el sofá, con la ventana abierta de par en par, porque le faltaba el aire? ¿Le correspondía tal vez a la hermana, que era todavía una niña con sus diecisiete años, y cuya envidiable existencia había consistido entonces en emperifollarse, dormir todo lo que le pedía el cuerpo, ayudar a los quehaceres domésticos, participar en alguna que otra modesta diversión y, sobre todo, tocar el violín? Cada vez que la conversación venía a parar a esta necesidad de ganar dinero, Gregorio abandonaba la puerta y, lleno de pena y de vergüenza, se arrojaba sobre el fresco sofá de cuero. A menudo se pasaba allí toda la noche, sin poder dormir, arañando el cuero hora tras hora. A veces también se tomaba el trabajo excesivo de empujar una butaca hasta la ventana, y, trepando por el alféizar, permanecía de pie en la butaca y apoyado en la ventana, sumido sin duda en sus recuerdos, pues antaño le liberaba siempre mirar por la ventana. De día en día, las cosas más cercanas se iban dibujando con menos claridad. El hospital de enfrente, cuya visión demasiado imperativa había maldecido con frecuencia, ya no lo divisaba; y de no haber sabido, sin que ello pudiese dejar lugar a dudas, que vivía en una calle tranquila, aunque urbana por completo, hubiera podido creer que su ventana daba a un desierto, en el cual se fundían indistintamente el cielo y la tierra por igual grises. Tan sólo dos veces debió advertir la hermana, siempre vigilante, que la butaca se encontraba junto a la ventana, y entonces, al asear la habitación, aproximaba ella misma la butaca y, aun, dejaba abierto el postigo interior. De haber podido Gregorio siquiera conversar con su hermana y darle las gracias por todo lo que por él hacía, le hubieran sido más llevaderos estos trabajos que ocasionaba, y que de este modo le hacían sufrir. Sin duda la hermana hacía cuanto podía para borrar lo doloroso de la situación, y, a medida que transcurría el tiempo, iba consiguiéndolo mejor, como es natural. Pero también Gregorio, a medida que pasaban los días, lo veía todo con mayor claridad. Ya la entrada de la hermana era para él algo terrible. Apenas dentro de la habitación, y sin cuidarse siquiera de cerrar previamente las puertas, como antes, para ocultar a todos la vista del cuarto, corría derecho a la ventana y la abría con violencia, cual si se hallara a punto de asfixiarse; y hasta cuando el frío era intenso, permanecía allí un rato, respirando profundamente. Tales carreras y estrépitos asustaban a Gregorio dos veces al día. Y él, aunque seguro de que ella le hubiera evitado con gusto estas molestias, de haberle sido posible permanecer con las ventanas cerradas en la habitación, quedaba temblando debajo del sofá todo el tiempo que duraba la visita. Un día –ya había transcurrido un mes desde la transformación de Gregorio, y no tenía, por tanto, la hermana ningún motivo especial para sorprenderse del aspecto de éste– entró algo más temprano de que costumbre, y lo encontró mirando inmóvil por la ventana, en una postura que por sí sola causaba pánico. Nada le hubiera extrañado a Gregorio que su hermana no entrase, pues él, en la actitud en que estaba, le impedía abrir inmediatamente la ventana. Pero no sólo no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta de golpe: un extraño hubiera creído que Gregorio la acechaba para morderla. Claro que Gregorio se escondió de inmediato debajo del sofá, pero hubo de esperar hasta el mediodía antes de ver retornar a su hermana, más intranquila que de costumbre. Ello le dio a entender que su aspecto seguía siéndole insoportable a la hermana, que lo seguiría siendo, y que ésta había de hacer un gran esfuerzo de voluntad para no salir también corriendo al divisar tan sólo la pequeña parte del cuerpo que sobresalía por debajo del sofá. Y a fin de ahorrarle incluso esto, transportó un día sobre sus espaldas –trabajo para el cual precisó cuatro horas– una sábana hasta el sofá, y la dispuso de modo que le tapara por completo y que la hermana, por mucho que se agachase, no pudiese verlo. De no haberle parecido conveniente este arreglo, ella misma hubiera quitado la sábana, pues fácil era comprender que para Gregorio el aislarse no constituía ningún placer. Pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso, al levantar sigilosamente con la cabeza una punta de ésta para ver cómo la hermana acogía la nueva disposición, creyó adivinar en ella una mirada de gratitud. Durante las dos primeras semanas no pudieron los padres decidirse a entrar a verle. El los oyó a menudo ensalzar los trabajos de la hermana, cuando hasta entonces solían, por el contrario, reñirle, por parecerles una muchacha inútil. Pero con frecuencia ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregorio mientras la hermana la arreglaba, y, en cuanto salía ésta, debía contarles en todos sus detalles cómo estaba el cuarto, lo que Gregorio había comido, cuál había sido su actitud, y si se advertía en él alguna mejoría. La madre, es cierto, quiso visitarlo en seguida, y entonces el padre y la hermana la detuvieron con razones que Gregorio escuchó con la mayor atención y aprobó por entero. Pero más adelante fue menester impedírselo por la fuerza, y cuando exclamaba: ¡“Déjenme entrar a ver a Gregorio! ¡Pobre hijo mío! ¿No comprenden que necesito entrar a verle?”, éste pensaba que tal vez conviniera que su madre entrase, claro que no todos los días, sino, por ejemplo, una vez a la semana: ella era mucho más comprensiva que la hermana, quien, pese a todo su valor, no dejaba de ser, al fin y al cabo, más que una niña, que quizá sólo por ligereza infantil se había echado sobre los hombros tan penosa carga. Poco había de tardar en realizarse el deseo de Gregorio de ver a su madre. En el día, por consideración a sus padres, no se mostraba en la ventana. Pero... poco podía arrastrarse por aquel par de metros cuadrados de suelo. Descansar tranquilo le era difícil aun durante la noche. Muy pronto la comida dejó de producirle la menor alegría, y si así fue tomando, para distraerse, la costumbre de trepar zigzagueando por las paredes y el techo. En el techo, particularmente, era donde más a gusto se encontraba; aquello era cosa harto distinta que estar echado en el suelo; allí se respiraba mejor, el cuerpo se sentía agitado por una ligera vibración. Pero aconteció que Gregorio, en un estado de feliz divertimiento, se desprendió del techo, con gran sorpresa suya, y se fue a estrellar contra el suelo. Pero Gregorio ya dominaba cuerpo y éste había adquirido una resistencia mucho mayor que antes, y así, a pesar de la fuerza del golpe, no se lastimó. La hermana advirtió de inmediato el nuevo entretenimiento de Gregorio –tal vez dejase éste al trepar, aquí y acá, rastro de su babilla–, e intentó al punto de facilitarle todo lo posible los medios de trepar, quitando los muebles que lo impedían principalmente el velador y la mesa de escribir. Pero esto no podía llevarlo a cabo ella sola; tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre en cuanto a la criada, no había que contar con ella, pues la muchacha, de unos dieciséis años, aunque se había mostrado muy valiente desde la despedida de su antecesora, había suplicado, como favor especial, que le fuese permitido mantener siempre cerrada la puerta de la cocina y no abrirla sino cuando la llamasen. Por tanto, sólo quedaba el recurso de buscar a la madre en ausencia del padre. La madre acudió dando gritos de júbilo, pero se quedó muda en la misma puerta. Como es natural, primero se cercioró la hermana de que todo estaba en orden, y sólo después de eso la dejó pasar. Gregorio se había apresurado a bajar la sábana más que de costumbre, de modo que formara abundantes pliegues. La sábana parecía en efecto haber sido arrojada allí por casualidad. También se guardó esta vez de espiar por debajo; renunció a ver a su madre, gozoso únicamente de que ésta, por fin, hubiese venido. –Entra, no se le ve– dijo la hermana, que sin duda conducía a la madre por la mano. Y Gregorio oyó cómo las dos frágiles mujeres retiraban de su sitio el viejo y harto pesado cajón, y cómo la hermana, siempre animosa, tomaba sobre sí la mayor parte del trabajo, sin hacer caso de las advertencias de la madre, que temía se fatigase demasiado. La operación duró bastante; al cabo de un cuarto de hora, la madre declaró que más valía dejar el baúl donde estaba, en primer lugar porque era muy pesado y no acabarían antes del regreso del padre, y además porque, estando en medio de la habitación, el baúl le cortaría el paso a Gregorio, y, en fin, porque no era seguro que a él le agradara que se retirasen los muebles. A ella le parecía precisamente todo lo contrario. La vista de las paredes desnudas le oprimía el corazón. ¿Por qué no había de sentir Gregorio la misma impresión, ya que estaba acostumbrado de siempre a los muebles de su cuarto? ¿Quién dice que no se sentiría como abandonado en la habitación vacía? –¿Y no parecería entonces– continuó casi en un susurro, cual si quisiese evitar a Gregorio, que no sabía exactamente dónde se encontraba, hasta el sonido de su voz, pues estaba convencida de que no entendía las palabra no parecía entonces que, al retirar los muebles, indicamos que hemos renunciado a toda esperanza de mejoría, y que lo abandonamos sin consideración alguna de su suerte? Yo creo que lo mejor sería dejar el cuarto como antes, a fin de que Gregorio al volver de nuevo entre nosotros, lo encuentre todo en el mismo estado y pueda olvidar tanto más fácilmente este intermedio. Al oír estas palabras de la madre, comprendió Gregorio que la falta de toda relación humana directa, unida a la monotonía de la existencia que llevaba entre los suyos, habían debido trastornar su mente en aquellos dos meses, pues de otro modo no podía explicarse que él hubiese deseado realmente ver vaciar su habitación. ¿Acaso deseaba de verdad se transformase aquella muelle habitación, confortable y dispuesta con muebles de familia, en una caverna en la cual hubiera podido, es verdad, trepar en todas las direcciones sin el menor impedimento, pero en la cual se hubiera, al mismo tiempo, olvidado rápida y completamente de su pasada condición humana? Ya estaba él ahora muy cerca de olvidarse de ésta, y únicamente le había conmovido la voz de la madre, no oída hacía ya tiempo. No, no había que retirar nada; todo tenía que permanecer tal cual; no era posible prescindir de la buena influencia que los muebles ejercían sobre él, y aunque éstos impedían sus paseos sin sentido, ello, en todo caso, antes que un perjuicio, debía ser considerado como una gran ventaja. Por desgracia, la hermana no compartía esta opinión; como se había acostumbrado –por cierto que no sin motivo– a actuar cual perito frente a los padres en todo lo que concernía a Gregorio, le bastó la idea expuesta por la madre para insistir y declarar que no sólo debían ser retirados de allí el velador y la mesa de trabajo, en los que al principio únicamente había pensado, sino también todos los demás muebles, con excepción del indispensable sofá. Claro es que a ello no le impulsaban tan sólo su tozudez infantil y aquella confianza en sí misma, tan repentina cuan difícilmente adquirida en los últimos tiempos; también había observado que Gregorio, además de necesitar mucho espacio para arrastrarse y trepar, no utilizaba los muebles en lo mis mínimo. Tal vez también desempeñaba su papel ese entusiasmo propio de las muchachas de su edad, anheloso siempre de una ocasión que le permita manifestarse, y por el cual Greta se dejó llevar secretamente, aumentando lo pavoroso de la situación de Gregorio, a fin de poder hacer por él aún más de lo que hasta ahora hacía. Y es que en un cuarto en el cual Gregorio hubiese aparecido completamente solo entre las paredes desnudas, de seguro no se atrevería a entrar ningún ser humano fuera de Greta. No le fue, pues, posible a la madre hacerla desistir del proyecto, y como en aquel cuarto sentía una gran desazón, no tardó en callarse y en ayudar a la hermana, con todas sus fuerzas, a sacar el cajón. Bueno, del cofre, en caso necesario, Gregorio podía prescindir; pero el escritorio tenía que quedarse allí. Apenas hubieron abandonado el cuarto las dos mujeres, llevándose el cofre, al que se agarraban gimiendo, sacó Gregorio la cabeza de debajo del sofá, para ver el modo de intervención con la mayor consideración y todas las precauciones posibles. Por desgracia, la madre fue la primera en volver, mientras Greta, en la habitación de al lado, seguía agarrada al cofre, zarandeándolo de un lado para otro, aunque sin lograr mudarlo de sitio. La madre no estaba acostumbrada a la visión de Gregorio; podía haber enfermado al verlo de pronto: así es que Gregorio, asustado, retrocedió a toda velocidad hasta el otro extremo del sofá, pero demasiado tarde para evitar que la sábana que le ocultaba se agitase un poco, lo cual bastó para llamar la atención de la madre. Esta se paró en seco, quedó un rato tensa y volvió junto a Greta. Aunque Gregorio se repetía de continuo que seguramente no acontecía nada de extraordinario, y sólo unos muebles eran cambiados de sitio, no pudo menos que impresionarle, como él mismo reconoció muy pronto, aquel ir y venir de las mujeres, las llamadas que una y otra se dirigían, el rayar de los muebles en el suelo; en una palabra, aquella confusión que reinaba en torno suyo, y, encogiendo cuanto pudo la cabeza y las patas, aplastando el vientre contra el suelo, hubo de confesarse, ya sin miramiento de ninguna clase, que no le sería posible soportarlo mucho tiempo. Le vaciaban su cuarto, le quitaban cuanto él amaba: ya se habían llevado el cajón en el que guardaba la sierra y las demás herramientas; ya movían aquella mesa firmemente empotrada en el suelo, y en la cual había escrito sus tareas cuando estudiaba la cartera de comercio, cuando cursaba el grado, y aun cuando iba a la escuela... No tenía ya un minuto que perder para enterarse de las buenas intenciones de las dos mujeres, cuya existencia, por lo demás, casi había olvidado, pues, rendidas por la fatiga, trabajaban en silencio, y sólo se percibía el rumor de sus pasos cansados. Y así fue como –en el mismo momento en que las mujeres en la habitación contigua, se afirmaban un rato en el escritorio para tomar aliento– salió, de repente de su escondrijo, cambiando hasta cuatro veces la dirección de su marcha. No sabía en verdad a qué acudir primero. En esto le llamó la atención, en la pared ya desnuda, el retrato de la dama envuelta en pieles. Trepó, precipitadamente hasta allí y se agarró al cristal, cuyo contacto calmó el ardor de su vientre. Al menos esta estampa que él tapaba ahora por completo, no se la quitarían, y volvió la cabeza hacia la puerta del comedor, para observar a las mujeres cuando entrasen. Estas no se habían concedido mucha tregua. Ya estaban allí de nuevo, y Greta rodeaba a la madre con el brazo, casi sosteniéndola. –Bueno, y ahora ¿qué nos llevamos? –dijo Greta mirando en derredor.
En esto, su mirada se cruzó con la de Gregorio, pegado a la pared. Greta logró dominarse, cierto es que únicamente a causa de la presencia de la madre; se inclinó hacia ésta para ocultarle la vista de lo que había en torno suyo, y, aturdida y temblorosa, le dijo: –Ven ¿no te parece mejor que nos vayamos un momento al comedor? Para Gregorio, la intención de Greta no daba lugar a dudas: quería poner a salvo a la madre, y después, echarle abajo de la pared. Bueno, ¡Pues que tratase de hacerlo! El continuaba agarrado a su estampa y no cedería. Preferiría saltarle a Greta en la cara. Mas las palabras de Greta sólo habían logrado inquietar a la madre. Esta se inclinó a un lado; divisó aquella gigantesca mancha oscura sobre el rameado papel de la pared, y, antes de poder darse siquiera cuenta de que aquello era Gregorio, gritó con voz agitada: –¡Ay, Dios mío! ¡Ay Dios mío! Y se desplomó sobre el sofá, con los brazos extendidos, cual si todas sus fuerzas la abandonasen, quedando allí sin movimiento. –¡Oye, Gregorio! –gritó, la hermana con el puño en alto y enérgica mirada. Eran éstas las primeras palabras que le dirigía directamente después de su transformación. Corrió a la habitación contigua, en busca de algo que dar a la madre para hacerla volver en sí. Gregorio hubiera querido ayudarla –para salvar la estampa había todavía tiempo–, pero se hallaba pegado al cristal, y tuvo que desprenderse de él violentamente. Después de esto se precipitó también en la habitación contigua, cual si le fuese posible, como antaño, dar algún consejo a la hermana. Pero hubo de contentarse con permanecer quieto detrás de ella. Ella, entre tanto, revolvía entre diversos frascos; al volverse, se asustó, dejó caer al suelo una botella, que se rompió, y un fragmento hirió a Gregorio en la cara, llenándosela de un líquido corrosivo. Sin embargo, Greta, sin detenerse, cogió tantos frascos como pudo llevarse, y entró en el cuarto de Gregorio, cerrando tras de sí la puerta con el pie. Este se encontró, pues, completamente separado de la madre, la cual, por culpa suya, se hallaba quizá en trance de muerte. ¡Y él no podía abrir la puerta si no quería ahuyentar de allí a la hermana, cuya presencia junto a la madre era necesaria; por tanto, no le quedaba más remedio que esperar! Y, presa de remordimientos y de inquietud, Gregorio comenzó a trepar por todas las paredes sobre todos los muebles, y por sobre todo el techo, y, por último, cuando ya la habitación comenzaba a dar vueltas en torno suyo, se dejó caer con desesperación encima de la mesa. Así transcurrieron algunos instantes. Gregorio yacía extenuado; todo en derredor callaba, lo cual era tal vez buena señal. En esto llamaron a la puerta. La criada estaba como siempre encerrada en su cocina y Greta tuvo que salir a abrir. Era el padre. –¿Qué es lo que ha ocurrido? Estas fueron sus primeras palabras. El aspecto de Greta se lo había revelado todo. Ella ocultó su cara en el pecho del padre, y con voz sorda declaró: –Mamá se ha desmayado, pero ya está mejor. Gregorio se ha escapado. –Lo esperaba –dijo el padre–. Siempre se los dije; pero ustedes, las mujeres, nunca quieren hacer caso. Gregorio comprendió que el padre, al oír las noticias que Greta le daba a boca de jarro, había entendido mal, y se figuraba, sin duda, que él había cometido algún acto de violencia. Necesitaba, por tanto, apaciguar al padre, pues no tenía ni tiempo ni medios para aclararle lo ocurrido. Se precipitó hacia la puerta de su habitación, aplastándose contra ella, para que el padre, en cuanto entrase, se percatara de que Gregorio tenía intención de regresar inmediatamente a su cuarto, y de que no sólo no era preciso empujarlo hacia dentro, sino que bastaba abrirle la puerta para que al punto desapareciese. Pero el estado de ánimo del padre no era el más a propósito para advertir estas sutilezas. –¡Ah! –gritó, al entrar, con un tono furioso y triunfante a la vez. Gregorio apartó la cabeza de la puerta y la alzó hacia su padre. Todavía no se había presentado a éste en su actual estado. También es verdad que, en los últimos tiempos, ocupado por entero en establecer su nuevo sistema de arrastrarse por doquier, había dejado de preocuparse como antes de lo que sucedía en el resto de la casa; y que, por consiguiente, debía haberse preparado a encontrar las cosas harto cambiadas. No obstante, y pese a todo, ¿era aquél en realidad su padre? ¿Era éste aquel hombre que antaño, cuando Gregorio se preparaba a emprender un viaje de negocios, permanecía fatigado en la cama? ¿Aquel mismo hombre que al regresar a casa te acogía en bata, hundido en su butaca, y que, por no estar en condiciones de levantarse, se contentaba con alzar los brazos en señal de alegría? ¿Aquel mismo hombre que en los raros paseos dados en común algunos domingos, o en las fiestas principales, entre Gregorio y la madre, y cuyo paso, ya de por sí lento, pero que entonces se acortaba todavía más, avanzaba envuelto en un viejo gabán, apoyándose cuidadosamente en el bastón, y que solía pararse cada vez que quería decir algo, obligando a los demás a formar corro en torno suyo? Sin embargo, ahora se presentaba firme y derecho, con un severo uniforme azul con botones dorados, como el que suelen usar los ordenanzas de los Bancos. Sobre la rigidez del cuello alto se derramaba la doble papada; bajo las pobladas cejas, los ojos negros despedían una mirada atenta y lozana, y el cabello blanco, siempre desmelenado hasta entonces, aparecía brillante y dividido por una raya primorosamente peinada. Arrojó sobre el sofá la gorra que ostentaba un monograma dorado –probablemente el de algún Banco–, y trazando una curva, cruzó toda la habitación, dirigiéndose con cara torva hacia Gregorio, las manos en los bolsillos del pantalón, y los faldones de su larga levita de uniforme recogidos hacia atrás. El mismo no sabía lo que iba a hacer; mas levantó los pies a una altura desusada, y Gregorio quedó asombrado de las gigantescas proporciones de las suelas de sus botas. Empero, esta actitud no le enojó, pues ya sabía, desde el primer día de su nueva vida, que al padre la mayor severidad le parecía poca con respecto al hijo. Echó, pues, a correr delante de su progenitor, se detenía cuando éste lo hacía, y emprendía nueva carrera en cuanto le veía hacer un movimiento. Así dieron varias veces la vuelta a la habitación, sin llegar a nada decisivo, y sin que esto, debido a las dilatadas pausas, tuviese el aspecto de una persecución. Por lo mismo, prefirió Gregorio no alejarse tan pronto del suelo: temía principalmente, que el padre tomase su huida por las paredes o por el techo por un refinamiento de maldad. Pero no tardó mucho Gregorio en comprender que aquellas carreras no podían prolongarse, pues mientras su padre daba un paso, tenía él que realizar un sinnúmero de movimientos, y su respiración, se le tornaba anhelante. En verdad, tampoco en su estado anterior había podido confiar mucho en sus pulmones. Tambaleándose un instante tratando de concentrar todas sus fuerzas para emprender nuevamente la huida. Apenas si podía tener los ojos abiertos; en su apremio, no pensaba en más salvación posible que la que le proporcionase seguir corriendo, y ya casi se había olvidado de que las paredes se le ofrecían del todo libres; aunque cierto es que estaban atestadas de muebles esmeradamente tallados, que amenazaban por doquier con sus ángulos y sus picos... En esto, algo lanzado con destreza cayó junto a su lado y rodó ante él: era una manzana, a la que pronto hubo de seguir otra. Gregorio, atemorizado, no se movió: era inútil continuar corriendo, pues el padre había resuelto bombardearle. Se había llenado los bolsillos con el contenido del frutero que estaba sobre el aparador, y arrojaba una manzana tras otra, aunque sin lograr por el momento dar en el blanco. Las manzanitas rojas rodaban por el suelo, como electrizadas, tropezando unas con otras. Una de ellas, lanzada con mayor habilidad, rozó la espalda de Gregorio, pero se deslizó por ella sin causarle daño. En cambio, la siguiente le asestó un golpe certero, y aunque Gregorio intentó escaparse, cual si aquel intolerable dolor pudiese desvanecerse al cambiar de sitio, parecióle que lo clavaban en donde estaba, y quedó allí despatarrado, perdida la noción de cuanto sucedía en torno. Una última mirada le mostró todavía cómo la puerta de su habitación se abría con violencia, y pudo ver asimismo a la madre corriendo en camisa - pues Greta la había desnudado para hacerla volver de su desvanecimiento- delante de la hermana, que gritaba; luego a la madre precipitándose hacia el padre, perdiendo en el camino una tras otra sus faldas desanudadas, y por fin, después de tropezar con éstas, llegar hasta donde el padre estaba, abrazarse estrechamente a él... Y Gregorio, con la vista ya nublada, sintió por último cómo su madre, con las manos cruzadas en la nuca del padre, le suplicaba que no matase al hijo. 

CAPITULO III

Aquella grave herida, de la cual tardó más de un mes en curar –nadie se atrevió a quitarle la manzana que así quedó empotrada en su carne, como visible testimonio de lo ocurrido–, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, pese a lo triste y repulsivo de su forma actual, era un miembro de la familia, a quien no se debía tratar como a un enemigo, sino, por el contrario, guardar todos los respetos, y que era un elemental deber de familia sobreponerse a la repugnancia y resignarse, resignarse y nada más. Gregorio, por su parte, aun cuando a causa de su herida había perdido, acaso para siempre, el libre juego de sus movimientos; aun cuando precisaba ahora, cual un anciano impedido, varios e interminables minutos para cruzar su habitación –trepar hacia lo alto, ya ni pensarlo– Gregorio tuvo, en aquella agravación de su estado, una compensación que le pareció harto suficiente: por la tarde, la puerta del comedor, en la cual tenía fija la mirada desde una o dos horas antes, la puerta del comedor se abría, y él, echado en su cuarto, en tinieblas, invisible para los demás, podía contemplar a toda la familia en torno a la mesa iluminada, y oír sus conversaciones, como quien dice con aceptación general, o sea, ya de un modo muy distinto. Claro está que las tales conversaciones no eran, ni con mucho, aquellas charlas animadas de otros tiempos, que Gregorio adoraba en los reducidos aposentos de las pensiones, y en las que pensaba con ardiente afán al arrojarse fatigado sobre la húmeda ropa de la cama extraña. Ahora, la mayor parte de las veces, la velada transcurría más bien silenciosa. Poco después de cenar, el padre se dormía en su butaca, y la madre y la hermana se recomendaban una a otra silencio. La madre, inclinada muy junto a la luz, cosía ropa blanca fina para una tienda, y la hermana, que se había colocado de dependienta, estudiaba por las noches taquigrafía y francés a fin de lograr quizá con el tiempo un puesto mejor que el actual. De vez en cuando, el padre despertaba, y, cual si no se diera cuenta de haber dormido, le decía a la madre: “¡Cuánto coses también hoy!” Y volvía a dormirse en seguida, mientras la madre y la hermana, rendidas de cansancio, cambiaban una sonrisa. El padre se negaba con obstinación a despojarse, aun en la casa, de su uniforme de ordenanza. Y mientras la bata, ya inútil, colgaba de la percha, dormitaba perfectamente uniformado, como si quisiera hallarse siempre dispuesto a prestar servicio o esperase oír hasta en su casa la voz de alguno de sus jefes. Con lo cual el uniforme, que ya al principio no era nuevo, perdía pronto su pulcritud, a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Y Gregorio, con frecuencia, se pasaba horas enteras con la mirada puesta en ese traje lustroso, lleno de lamparones, pero con los botones dorados siempre relucientes, dentro del cual el viejo dormía bastante incómodo, aunque tranquilo. Al dar las diez, la madre intentaba despertar al padre, exhortándole dulcemente a marchar a la cama, queriendo convencerle de que aquello no era dormir de veras, cosa que él tanto necesitaba, pues ya a las seis había de comenzar su servicio. Mas el padre, con la obstinación que se había apoderado de él desde que era ordenanza, persistía en querer permanecer más tiempo a la mesa, no obstante dormirse allí invariablemente y costar gran trabajo convencerle a cambiar la butaca por la cama. Pese a todos los razonamientos de la madre y la hermana, él seguía allí con los ojos cerrados, dando lentas cabezadas cuarto de hora tras cuarto de hora, y no se levantaba. La madre le sacudía de la manga, deslizándole en el oído palabras cariñosas; la hermana abandonaba su tarea para ayudarla. Pero de nada servía esto, pues el padre se hundía más hondo en su butaca y no abría los ojos hasta que las dos mujeres le asían por debajo de los brazos. Entonces miraba a una y otra, y solía exclamar: –¡Esta es mi vida! ¡Este es el sosiego de mis últimos años! Y penosamente, cual si la suya fuese la carga más pesada, se ponía en pie, apoyándose en la madre y la hermana, se dejaba acompañar de esta manera hasta la puerta, les indicaba allí con el gesto que ya no las necesitaba, y seguía solo su camino, mientras la madre arrojaba con presteza sus útiles de costura y la hermana sus plumas, para correr en pos de él y continuar ayudándole. ¿Quién, en aquella familia cansada, deshecha por el trabajo, hubiera podido dedicar a Gregorio algún tiempo más que el estrictamente necesario? El tren de la casa se redujo cada vez más. Se despidió a la criada, y se la sustituyó en los trabajos más duros por una asistenta, una especie de gigante huesudo, con un nimbo de cabellos blancos en torno a la cabeza, que venía un rato por la mañana y otro por la tarde. Fue la madre quien hubo de sumar, a su ya nada corta labor de costura, todos los demás quehaceres. Aun, hubieron de venderse varias alhajas que poseía la familia, y que, en otros tiempos, habían lucido gozosas la madre y la hermana en fiestas y reuniones. Así lo averiguó Gregorio en la noche, por la conversación acerca del resultado de la venta. Mas el mayor motivo de lamento consistía siempre en la imposibilidad de dejar aquel piso, demasiado grande ya en las actuales circunstancias, pues no había modo alguno de mudar a Gregorio. Pero bien comprendía éste que él no era el verdadero impedimento para la mudanza, ya que se le podía haber transportado fácilmente en un cajón, con tal que tuviese un par de agujeros por donde respirar. No, lo que detenía ante todo a la familia, en aquel trance de mudanza, era la desesperación que ello le infundía al tener que concretar la idea de que había sido azotada por una desgracia, inaudita hasta entonces en todo el círculo de sus parientes y conocidos. Lo que la vida exige de los desposeídos, ellos lo cumplían íntegramente: el padre que tenía que ir a buscar el desayuno del humilde empleado de Banco; la madre, sacrificarse por ropas de extraños; la hermana, correr de acá para allá detrás del mostrador, conforme lo requerían los clientes. Pero las fuerzas de la familia no daban más. Y Gregorio sentía renovarse el dolor de la herida que tenía en la espalda, cuando la madre y la hermana, después de acostar al padre, volvían al comedor y abandonaban el trabajo para sentarse muy cerca una de otra, casi mejilla con mejilla, la madre señalaba hacia la habitación de Gregorio y decía: –Greta, cierra esa puerta. Y Gregorio se hallaba de nuevo sumido en la oscuridad, mientras, en la habitación contigua, las mujeres confundían sus lá- grimas, o hasta se quedaban mirando fijamente la mesa, con los ojos secos. Gregorio pasaba las noches y los días casi sin conciliar el sueño. A veces se le ocurría imaginar que iba a abrirse la puerta de su cuarto y que él iba a encargarse de nuevo, como antes, de los asuntos de la familia. Por su mente volvieron a cruzar, tras largo tiempo, el jefe y el gerente, el dependiente y aprendiz, aquel ordenanza tan eficiente, dos o tres amigos que tenía en otros comercios, una camarera de una fonda provinciana, y un recuerdo amado y pasajero: el de una cajera de una sombrerería, a quien había formalmente pretendido, pero sin bastante apremio... Todas estas personas se le aparecían confundidas con otras extrañas hacía tiempo olvidadas; mas ninguna podía prestarle ayuda, ni a él ni a los suyos. Eran todas inasequibles y se sentía aliviado cuando lograba desechar su recuerdo. Y, después, perdía también el humor de preocuparse por su familia, y sólo sentía hacia ella la irritación producida por la poca atención que se le dispensaba. No se le ocurría pensar en nada que le apeteciera; empero, fraguaba planes para llegar hasta la despensa y apoderarse, aunque sin hambre, de lo que en todo caso le pertenecía por derecho. La hermana no se preocupaba ya de idear lo que más había de agradarle; antes de marchar a su trabajo, por la mañana y por la tarde, empujaba con el pie cualquier comida en el interior del cuarto, y luego, al regresar, sin fijarse siquiera si Gregorio sólo había probado la comida –lo cual era lo más frecuente– o si ni siquiera la había tocado, recogía los restos de un escobazo. El arreglo de la habitación, que siempre tenía lugar de noche, no podía asimismo ser más rápido. Las paredes estaban cubiertas de mugre, y el polvo y la basura se amontonaban en los rincones. En los primeros tiempos, al entrar la hermana, Gregorio se situaba precisamente en el rincón en que la suciedad le resultaba más notoria. Pero ahora podía haber permanecido allí semanas enteras sin que por eso la hermana se hubiera aplicado más, pues veía la porquería tan bien como él, pero estaba, por lo visto, decidida a dejarla. Con una susceptibilidad en ella completamente nueva, pero que se había extendido a toda la familia, no admitía que ninguna otra persona interviniese en el arreglo de la habitación. Un día, la madre quiso limpiar a fondo el cuarto de Gregorio, tarea que sólo pudo llevar a cabo con varios cubos de agua –y verdad es que la humedad le hizo daño a Gregorio, que yacía amargado e inmóvil debajo del sofá–, mas el castigo no se hizo esperar: apenas hubo advertido la hermana, al regresar por la tarde, el cambio operado en la habitación, se sintió ofendida en lo más íntimo de su ser, se precipitó al comedor, y, sin reparar en la actitud suplicante de la madre, rompió en una crisis de lágrimas que sobrecogió a los padres por cuanto tenía de extraña y desconsolada. Por fin los padres –el padre, asustado, había dado un brinco en su butaca– se tranquilizaron; el padre, a la derecha de la madre, le reprochaba el no haber cedido por entero a la hermana el cuidado de la habitación de Gregorio; a la izquierda, gritaba la hermana que ya no le sería posible encargarse de aquella limpieza. Entre tanto, la madre quería llevarse a la alcoba al padre, que no podía contener su excitación; la hermana, sacudida por los sollozos, daba puñetazos en la mesa con sus manitas, y Gregorio silbaba de rabia, porque ninguno se había acordado de cerrar la puerta y de ahorrarle el tormento de aquel espectáculo y de aquel ruido. Pero si la hermana, extenuada por el trabajo, se hallaba ya cansada de cuidar a Gregorio como antes, no tenía por qué reemplazarla la madre, ni Gregorio tenía por qué sentirse abandonado, ya que ahí estaba la asistenta. Esta viuda, bastante crecida en años y a quien su huesuda constitución debía haber permitido resistir las mayores amarguras en el curso de su dilatada existencia no sentía hacia Gregorio ninguna repulsión propiamente dicha. Sin que ello pudiera deberse a un afán de curiosidad, abrió un día la puerta del cuarto de Gregorio, y, a la vista de éste, que en su sorpresa, y aunque nadie le perseguía, comenzó a correr de un lado para otro, permaneció inmutable, con las manos cruzadas sobre el vientre. Desde entonces, nunca se olvidaba de entreabrir, tarde y mañana, furtivamente la puerta para contemplar a Gregorio. Al principio, incluso le llamaba, con palabras que sin duda creía cariñosas como: “¡Ven aquí, bicharraco! ¡Vaya con el pedazo de bicho este!”. A estas llamadas, Gregorio no sólo no respondía, sino que seguía inmóvil en su sitio, como si ni siquiera se hubiese abierto la puerta. ¡Cuánto más no hubiese valido que se le ordenase a esta sirvienta limpiar diariamente su cuarto, en lugar de aparecer para importunarle a su antojo, sin ningún provecho! Una mañana temprano –mientras la lluvia, que tal vez  anunciaba la primavera próxima, azotaba con furia los cristales– la asistenta comenzó de nuevo sus manejos, y Gregorio se irritó a tal punto, que se volvió contra ella, lenta y débilmente es cierto, pero en disposición de atacar. Pero ella, en vez de asustarse, se limitó a levantar en alto una silla que estaba junto a la puerta, y se quedó en esta actitud, con la boca abierta de par en par, cual demostrando a las claras su propósito de no cerrarla hasta después de haber descargado sobre la espalda de Gregorio la silla que tenía en las manos. –¿Con que no seguimos adelante? –preguntó, al ver que Gregorio retrocedía. Y tranquilamente volvió a colocar la silla en el rincón. Gregorio ya casi no comía. Al pasar junto a los alimentos que tenía dispuestos, tomaba algún bocado a modo de muestra; lo guardaba en la boca durante horas, y casi siempre lo escupía. Al principio, pensó que su desgano era efecto, sin duda, de la melancolía en que le sumía el estado de su habitación pero precisamente se habituó muy pronto al nuevo aspecto de ésta. Se había ido tomando la costumbre de colocar en esa pieza las cosas que estorbaban en otra parte, las cuales eran muchas, pues uno de los cuartos de la casa había sido cedido a tres pensionistas. Estos señores, muy formales los tres usaban barba, según comprobó Gregorio una vez por la rendija de la puerta, cuidaban de que reinase el orden más escrupuloso no sólo en su propia habitación, sino en toda y en todo lo de la casa, puesto que en ella vivían, y muy especialmente en la cocina. No soportaban trastos inútiles, y mucho menos cosas sucias. Además, habían traído consigo la mayor parte de su mobiliario, lo cual hacía innecesarias varias cosas imposibles de vender, pero que tampoco se querían tirar. Y todas estas cosas iban a parar al cuarto de Gregorio, de igual modo que el recipiente de las cenizas y el cajón de la basura. Aquello que por el momento no había de ser utilizado, la asistenta, que en esto se daba mucha prisa, lo arrojaba al cuarto de Gregario, quien, por fortuna, la mayoría de las veces, sólo lograba divisar el objeto en cuestión y la mano que lo esgrimía. Quizá la asistenta tuviese el propósito de volver en busca de aquellas cosas cuando tuviese tiempo y ocasión, o de tirarlas fuera todas de una vez; pero el hecho es que permanecían allí donde habían sido arrojadas en un principio. A menos que Gregorio se revolviese contra el trasto y lo pusiese en movimiento, impulsado a ello primero porque éste no le dejaba ya sitio libre para arrastrarse, y luego por verdadero afán, aunque después de tales paseos quedaba extremadamente triste y fatigado sin ganas de moverse durante horas enteras. Los huéspedes, algunos días, cenaban en casa, en el comedor común, con lo cual la puerta que daba a esta habitación permanecía también cerrada esas noches; pero esto a Gregorio le importaba ya muy poco, pues incluso algunas noches en que la puerta estaba abierta, no había aprovechado esta coyuntura, sino que se había retirado, sin que la familia lo advirtiese, al rincón más oscuro de su cuarto. Pero aconteció un día que la sirvienta dejó algo entornada la puerta que daba al comedor, y que ésta permaneció de igual manera cuando los huéspedes entraron por la noche y encendieron la luz. Se sentaron a la mesa, en los sitios antaño ocupados por el padre, la madre y Gregorio, desdoblaron las servilletas y empuñaron cuchillo y tenedor. Al punto apareció en la puerta la madre con una fuente de carne, seguida de la hermana, que traía una fuente humeantes papas. La comida despedía una gran nube de vapor. Los huéspedes se inclinaron sobre las fuentes colocadas ante ellos, como si quisiesen probarlas antes de servirse, y, en efecto, el que se hallaba sentado en el medio y que parecía el más autorizado de los tres, cortó un pedazo de carne en la fuente misma, sin duda para comprobar si estaba lo bastante tierna y que no era menester devolverla a la cocina. Exteriorizó su satisfacción, y la madre y la hermana, que habían observado tensas la operación, respiraron, aliviadas, y sonrieron. Entre tanto, la familia comía en la cocina. A pesar de lo cual el padre, antes de dirigirse hacia ésta, entraba en el comedor, hacía una reverencia general y, gorra en mano, daba la vuelta a la mesa. Los huéspedes se ponían de pie y murmuraban, algo para sus adentros. Después, ya solos, comían casi en silencio. A Gregorio le resultaba extraño percibir siempre, entre los diversos ruidos de la comida, el que los dientes hacían al masticar, como si quisiesen demostrarle que para comer se necesitaban dientes, y que la más hermosa mandíbula, desposeída de dientes, de nada puede servir. “¡Que apetito tengo! –se decía Gregorio, preocupado–. Pero no son éstas las cosas que me apetecen... ¡Como comen estos huéspedes! ¡Y yo, entre tanto, muriéndome!” Aquella misma noche Gregorio no recordaba haber oído el violín en todo aquel tiempo sintió tocar en la cocina. Los huéspedes ya habían acabado de cenar. El que estaba en medio había sacado un periódico y dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres leían y fumaban echados hacia atrás. Al sentir el violín, quedó fija su atención en la música; se levantaron y, de puntillas, fueron hasta la puerta del recibo, junto a la cual permanecieron inmóviles, apretados uno contra el otro. Sin duda se les oyó desde la cocina, pues el padre preguntó: –¿Tal vez a los señores les desagrada la música? Y añadió: –En ese caso, puede cesar al momento. –Al contrario –aseguró el señor de más autoridad–. ¿No querría entrar la señorita a tocar aquí? Sería mucho más cómodo y agradable. –¡Oh, gracias! –respondió el padre, cual si fuese él mismo el violinista. Los huéspedes retornaron al interior del comedor y esperaron. Muy pronto llegó el padre con el atril, luego la madre con las pautas de música y la hermana con el violín. La hermana lo dispuso todo tranquilamente para comenzar a tocar. Mientras, los padres, que nunca habían tenido habitaciones alquiladas y que, por lo mismo, extremaban la cortesía para con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propias sillas. El padre quedó apoyado en la puerta, con la mano derecha metida entre dos botones de la librea cerrada; pero a la madre uno de los huéspedes le ofreció un asiento, y ella se sentó en un rincón apartado, pues no movió el asiento del punto en que aquel señor lo había casualmente colocado. Comenzó a tocar la hermana, y el padre y la madre, cada uno desde su sitio, seguían todos los movimientos de sus manos. Gregorio, atraído por la música, se atrevió a avanzar un poco, y pronto se encontró con la cabeza en el comedor. Casi no lo sorprendía la escasa consideración que guardaba a los demás en los últimos tiempos, y, sin embargo, ante esa consideración había sido precisamente su mayor orgullo. Pero ahora más que nunca, tenía é1 motivo para ocultarse, pues, debido al estado de suciedad de su habitación, cualquier movimiento que hacía levantaba grandes cantidades de polvo en torno suyo, y él mismo estaba cubierto de polvo y arrastraba consigo, en la espalda y en los costados, hilachas, pelos y restos de comida. Su indiferencia hacia todos era harto mayor que cuando, echado sobre la espalda, podía varias veces al día restregarse contra la alfombra. Y, sin embargo, a pesar del estado en que se hallaba, no sentía el menor rubor en avanzar por el suelo inmaculado del comedor. Verdad es que nadie se cuidaba de él. La familia estaba completamente absorta por el violín, y los huéspedes, que al principio se habían colocado, con las manos en los bolsillos del pantalón, junto al atril, demasiado cerca de éste, con lo cual todos podían ir leyendo las notas y molestaban quizá a la hermana, no tardaron en retirarse hacia la ventana, en donde permanecían cuchicheando, con las cabezas inclinadas, y observados por el padre, a quien esta actitud visiblemente preocupaba. Y es que aquello parecía decir bastante a las claras que su ilusión de oír música selecta o divertida había sido defraudada, ya que empezaban a cansarse y que sólo por cortesía consentían que siguiese molestándoles y turbando su santa tranquilidad. Es especial el modo que todos tenían de echar por la boca o la nariz el humo de sus cigarrillos, delataba gran nerviosidad. Y, empero, ¡qué bien tocaba la hermana! Con el rostro ladeado seguía atenta y tristemente leyendo la pauta de música. Gregorio se arrastró otro poco hacia adelante y mantuvo la cabeza pegada al suelo, tratando de encontrar con su mirada la mirada de la hermana. ¿Acaso era un animal, que la música tanto le impresionaba? Le parecía como si se abriese ante él el camino que había de conducir hasta un alimento desconocido, ardientemente anhelado. Sí, estaba decidido al llegar hasta la hermana, a tirarle de la falda y a hacerle comprender de este modo que había de venir a su cuarto con el violín, porque nadie premiaba aquí su música así como él quería hacerlo. En adelante, ya no la dejaría salir más de aquél cuarto, al menos en tanto él viviese. Por primera vez había de servirle de algo aquella su espantosa forma. Quería poder estar a un tiempo en todas las puertas, pronto a saltar sobre todos los que pretendiesen atacarle. Pero era preciso que la hermana permaneciese junto a él, no a la fuerza, sino voluntariamente era preciso que se sentase junto a él en el sofá, que se inclinase hacia él, y entonces le confiaría al oído que había tenido firme intención de enviarla al Conservatorio, y que de no haber sobrevenido la desgracia, en las pasadas Navidades –¿pues las Navidades ya habían pasado, no?– así se lo hubiera declarado a todos, sin cuidarse de ninguna objeción en contra. Y al oír esta explicación, la hermana, conmovida, rompería a llorar y Gregorio se alzaría hasta sus hombros y la besaría en el cuello, que desde que iba a la tienda llevaba desnudo, sin cinta ni cuello. –Señor Samsa –dijo de pronto al padre el señor que parecía ser el más autorizado. Y sin desperdiciar ninguna palabra más, mostró al padre, extendiendo el índice en aquella dirección, a Gregorio, que iba lentamente avanzando. El violín enmudeció al punto, y el señor que parecía ser el más autorizado sonrió a sus amigos, sacudiendo la cabeza, y tornó a mirar a Gregorio. Al padre le pareció lo más urgente, en lugar de arrojar de allí a Gregorio, tranquilizar a los huéspedes, los cuales no se mostraban en absoluto intranquilos, y parecían divertirse más con la aparición de Gregorio que con el violín. Se precipitó hacia ellos, y extendiendo los brazos quiso empujarlos hacia su habitación a la vez que les ocultaba con su cuerpo la vista de Gregorio. Ellos, entonces, no disimularon su enojo, aunque no era posible saber si éste obedecía a la actitud del padre o al enterarse en aquel momento de que habían convivido, sin sospecharlo, con un ser de aquella índole. Pidieron explicaciones al padre, alzaron a su vez los brazos al cielo, se pellizcaron la barba con un gesto inquieto y no retrocedieron sino con mucha lentitud hasta su habitación. Mientras, la hermana había logrado sobreponerse a la impresión que hubo de causarle en un principio el verse bruscamente interrrumpida. Se quedó un rato con los brazos caídos, sujetando con indolencia el arco y el violín, y la mirada fija en el pentagrama, como si todavía tocase. Y de pronto estalló: le plantó el instrumento en los brazos a la madre, que seguía sentada en su butaca, medio ahogada por el dificultoso trabajo de sus pulmones, y se precipitó al cuarto contiguo, al que los huéspedes, empujados por el padre, se iban acercando ya más rápidamente. Con gran destreza apartó e hizo volar por lo alto mantas y almohadas, y aun antes que los señores penetrasen en su habitación, ya había terminado de arreglarles las camas y se había escabullido. El padre se hallaba a tal punto dominado por su obstinación, que se olvidaba hasta del más elemental respeto debido a los huéspedes, y los seguía empujando frenéticamente. Hasta que, ya en el umbral, el que parecía ser el más autorizado de los tres dio una patada en el suelo, y con voz tonante, le detuvo con las siguientes palabras: –Comunico a ustedes –y alzó la mano al decir esto mientras buscaba con la mirada también a la madre y a la hermana–, comunico a ustedes que, en vista de las repugnantes circunstancias que en esta casa y familia ocurren –y al llegar aquí escupió con fuerza al suelo-, en este mismo momento me despido. Claro está que no he de pagar lo más mínimo por los días que aquí he vivido; antes al contrario, meditaré si he de exigir a usted alguna indemnización, la cual, no lo dude, sería muy fácil de justificar. Calló y miró en torno suyo, como esperando algo. y, en efecto, sus dos amigos corroboraron al punto lo dicho, añadiendo por su cuenta: –También nosotros nos despedimos al instante. Tras de lo cual, el que parecía ser el más autorizado de los tres agarró el picaporte y cerró la puerta de un golpe. El padre con paso vacilante, tanteando con las manos, se dirigió hacia su butaca y se dejó, caer en ella. Parecía disponerse a echar su acostumbrado sueñecillo de todas las noches, pero la profunda inclinación de su cabeza, caída como sin peso, demostraba que no dormía. Durante todo este tiempo, Gregorio había permanecido callado, inmóvil en el mismo sitio en que lo habían sorprendido los huéspedes. El desencanto causado por el fracaso de su plan, y tal vez también la debilidad producida por el hambre, le hacían imposible el menor movimiento. No sin razón temía ver cernirse dentro de muy poco sobre sí una tormenta general, y esperaba. Ni siquiera se sobresaltó con el ruido del violín, escurrido del regazo de la madre bajo el impulso del temblor de sus dedos. –Queridos padres –dijo la hermana, dando, a modo de introducción, un fuerte palmazo sobre la mesa–, esto no puede continuar así. Si ustedes no lo comprenden, yo me doy cuenta de ello. Ante este monstruo, no quiero ni siquiera pronunciar el nombre de mi hermano; y, por consiguiente, sólo diré esto: es forzoso intentar liberarnos de él. Hemos hecho cuanto era humanamente posible para cuidarle y tolerarle, y no creo que nadie pueda, por lo tanto, hacernos el más leve reproche. “Ella tiene mil veces razón”, dijo, para sí, el padre. La madre, que aún no podía respirar a sus anchas, comenzó a toser sordamente, con la mano en el pecho y los ojos extraviados como una loca. La hermana corrió hacia ella y le sostuvo la frente. Al padre las palabras de la hermana parecieron inducirle a concretar algo más su pensamiento. Se había incorporado en la butaca, jugaba con su gorra de ordenanza por entre los platos –que aún quedaban sobre la mesa– de la comida de los huéspedes, y, de cuando en cuando, dirigía una mirada hacia el silencioso Gregorio. –Es preciso que intentemos deshacernos de eso repitió, por último, la hermana al padre, pues la madre con su tos no podía oír nada–. Esto acabará matándonos a los dos, lo estoy viendo. Cuando hay que trabajar lo que nosotros trabajamos, no es posible sufrir, además, en casa estos tormentos. Yo tampoco puedo más. Y rompió a llorar con tal fuerzas, que sus lágrimas cayeron sobre el rostro de la madre, quien se las limpió mecánicamente con la mano. –Hija mía –dijo entonces el padre con compasión y sorprendente lucidez– ¡Y qué debemos hacer, pues!. Pero la hermana se limitó a encogerse de hombros, como para demostrar la perplejidad que se había apoderado de ella mientras lloraba, y que tan gran contraste hacía con su anterior decisión. –Si siquiera él nos comprendiese –insistió el padre, cerrando los ojos, como para dar a entender que él también se hallaba convencido de lo imposible de esta suposición– tal vez pudiésemos entonces llegar a un acuerdo con él. Pero en estas condiciones... –Es preciso que se vaya –dijo la hermana–. Este es el único medio, padre. Basta que procures desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo es, en realidad el origen de nuestra desgracia. ¿Cómo puede ser esto Gregorio? Si así fuese, ya hace tiempo que hubiera comprendido que no es posible que seres humanos vivan en comunidad con semejante bicho. Y a él mismo se le habría ocurrido marcharse. Habríamos perdido al hermano, pero podríamos seguir viviendo y su memoria perduraría eternamente entre nosotros. Mientras que así, este animal nos persigue, echa a los huéspedes y muestra por lo claro que quiere apoderarse de toda la casa y dejarnos en la calle. ¡Mira, papá –se puso a gritar de repente–, ya empieza otra vez! Y con un terror que a Gregorio pareció incomprensible, la hermana abandonó incluso a la madre, se apartó de la butaca, cual si prefiriera sacrificar a la madre que permanecer en las proximidades de Gregorio, y corrió a refugiarse detrás del padre, el cual, excitado a su vez por esta actitud suya, se puso también de pie, extendiendo los brazos ante la hermana en ademán de protegerla. Pero la cosa es que a Gregorio no se le había ocurrido en absoluto querer asustar a nadie, ni mucho menos a su hermana. Lo único que había hecho era empezar a dar la vuelta para volver a su habitación, y esto fue sin duda lo que sobrecogió a los demás, pues, a causa de su estado doliente, tenía, para realizar aquel difícil movimiento, que ayudarse con la cabeza, levantándola y volviendo a apoyarla en el suelo varias veces. Se detuvo y miró en torno suyo. Parecía haber sido adivinada su buena intención: aquello sólo había sido un susto momentáneo. Ahora todos le contemplaban tristes y pensativos. La madre estaba en una butaca, con las piernas extendidas ante sí, muy juntas una contra otra, y los ojos semicerrados de cansancio. El padre y la hermana se hallaban sentados uno al lado del otro, y la hermana rodeaba con su brazo el cuello del padre. “Bueno, tal vez pueda ya moverme”, pensó Gregorio, comenzando de nuevo su penoso esfuerzo. No podía contener sus resoplidos, y de tiempo en tiempo tenía que pararse a descansar. Mas nadie le apresuraba se le dejaba en entera libertad. Cuando hubo dado la vuelta, inició en seguida la marcha atrás en línea recta. Le asombró la gran distancia que le separaba de su habitación; no acertaba a comprender cómo, en su actual estado de debilidad, había podido, momentos antes, hacer ese mismo camino casi sin notarlo. Con la única preocupación de arrastrarse lo más rápido posible, apenas si reparó en que ningún miembro de la familia le azuzaba con palabras o gritos. Al llegar al umbral volvió, empero, la cabeza, aunque sólo a medias, pues sentía cierta rigidez en el cuello, y pudo ver que nada había cambiado a su espalda. Unicamente la hermana se había puesto de pie. Y su última mirada fue para la madre, que, por fin, se había quedado dormida. No bien hubo entrado en su habitación, sintió que la puerta se cerraba con rapidez y que echaban el pestillo y la llave. El brusco ruido que esto produjo le asustó de tal modo, que las patas se le doblaron. La hermana era quien tenía tanta prisa. Había permanecido de pie, como acechando el momento de poder precipitarse a encerrarlo. Gregorio no la había sentido acercarse. –¡Por fin! –exclamó ella dirigiéndose a los padres, al tiempo que daba vuelta a la llave en la cerradura. “¿Y ahora?”, se preguntó Gregorio mirando en torno suyo en la oscuridad. Muy pronto hubo de convencerse de que le era en absoluto imposible moverse. Esto no le asombró: antes al contrario, no le parecía natural haber podido avanzar, cual lo hacía hasta entonces, con aquellas patitas tan delgadas. Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Cierto es que todo el cuerpo le dolía; pero le parecía como si estos dolores se fuesen debilitando más y más, y pensaba que, por último, acabarían. Apenas si notaba ya la manzana podrida que tenía en la espalda, y la inflamación, revestida de blanco por el polvo. Pensaba con emoción y cariño en los suyos. Se hallaba, tal vez, aún más firmemente convencido que su hermana de que tenía que desaparecer. Y en tal estado de apacible meditación e insensibilidad permaneció hasta que el reloj de la iglesia dio las tres de la madrugada. Todavía pudo vivir aquel comienzo del alba que despuntaba detrás de los cristales. Luego, a pesar suyo, su cabeza se hundió por completo y su hocico despidió débilmente su último aliento. A la mañana siguiente, cuando entre la asistenta –daba tales portazos, que en cuanto llegaba ya era imposible descansar en la cama, a pesar de las infinitas veces que se le habían rogado otros modales– para hacer a Gregorio la breve visita de costumbre, no halló en él, al principio, nada particular. Supuso que permanecía así, inmóvil, con toda intención, para hacerse el enfadado, pues le consideraba capaz del más completo discernimiento. Casualmente llevaba en la mano el deshollinador, y quiso con él hacerle cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al ver que tampoco con esto lograba nada, se irritó a su vez, empezó a pincharle y tan sólo después que lo hubo empujado sin encontrar ninguna resistencia se fijó en él, y, percatándose al punto de lo sucedido, abrió los ojos de modo desmesurado y dejó escapar un silbido de sorpresa. Mas no se detuvo mucho tiempo, sino que, abriendo bruscamente la puerta de la alcoba, lanzó a voz en grito en la oscuridad: –¡Miren ustedes, ha reventado! ¡Ahí! lo tienen lo que se dice reventado! El señor y la señora Samsa se incorporaron en el lecho matrimonial. Les costó gran trabajo sobreponerse al susto, y tardaron bastante en comprender lo que de tal modo les anunciaba la asistenta. Pero una vez comprendido esto, bajaron sin demora de la cama, cada uno por su lado y con la mayor rapidez posible. El señor Samsa se echó la colcha por los hombros; la señora Samsa iba sólo cubierta por su camisón de dormir, y en este aspecto penetraron en la habitación de Gregorio. Mientras, se había abierto también la puerta del comedor, en donde dormía Greta desde la llegada de los huéspedes. Greta estaba del todo vestida como si no hubiese dormido en toda la noche, cosa que parecía continuar la palidez de su rostro. –¿Muerto? –dijo la Señora Samsa mirando interrogativamente a la asistenta no obstante poderlo comprobar todo por si misma e incluso averiguarlo sin necesidad de comprobación alguna. –Esto es lo que digo –contesto la asistenta, empujando todavía un buen trecho con el escobón el cadáver de Gregorio, como para probar la veracidad de sus palabras. La señora Samsa hizo un movimiento como para detenerla, pero no la detuvo. –Bueno –dijo el señor Samsa–, ahora podemos dar gracias a Dios. Se santiguó, y las tres mujeres lo imitaron, Greta no apartaba la vista del cadáver. –Miren qué delgado estaba –dijo–. Verdad es que hacía ya tiempo que no probaba bocado. Así como entraban las comidas, así se las volvían a llevar. El cuerpo de Gregorio aparecía, en efecto, completamente plano y seco. De esto sólo se percataron ahora, porque ya no lo sostenían sus patitas, y ninguna cosa distraía sus miradas. –Greta, vente un ratito con nosotros– dijo la señora Samsa sonriendo melancólica. Y Greta, sin dejar de volverse a mirar el cadáver, siguió a sus padres a la alcoba. La asistenta cerró la puerta, y abrió la ventana de par en par. Era todavía muy temprano, pero el aire tenía en su frescor, cierta tibieza. Se estaba ya a fines de marzo. Los tres huéspedes salieron de su habitación y buscaron con la vista su desayuno. Los habían olvidado. –¿Y el desayuno? –le preguntó a la asistenta con mal humor el señor que parecía ser el más autorizado de los tres. Pero la asistenta, poniéndose el índice en la boca, invitó silenciosamente, con señas enérgicas, a los señores a entrar en la habitación de Gregorio. Entraron, pues, y allí estuvieron, en el cuarto inundado de claridad , en torno al cadáver de Gregorio, con expresión desde- ñosa y las manos hundidas en los bolsillos de sus algo raídos chaquetones. Entonces se abrió la puerta de la alcoba y apareció el señor Samsa, enfundado en su librea, llevando de un brazo a su mujer y del otro a su hija. Todos tenían trazas de haber llorado algo, y Greta ocultaba de cuando en cuando el rostro contra el brazo del padre. 
–Abandonen ustedes en el acto mi casa –dijo el señor Samsa, señalando la puerta, pero sin soltar a las mujeres. –¿Qué pretende usted dar a entender con esto? –le preguntó el más autorizado de los señores, algo desconcertado y sonriendo dulzonamente. Los otros dos tenían las manos cruzadas a la espalda, y se las frotaban sin cesar una contra otra, cual si esperasen gozosos una pelea cuyo resultado había de serles favorable. –Pretendo dar a entender exactamente lo que digo –contestó el señor Samsa, avanzando con sus dos acompañantes en una sola línea hacia el huésped. Este permaneció un momento callado y tranquilo, con la mirada fija en el suelo, cual si sus pensamientos se fuesen organizando en una nueva disposición dentro de su cabeza. –En ese caso, nos vamos –dijo, por fin, mirando al señor Samsa, como si una fuerza repentina le impulsase a pedirle autorización incluso para esto. El señor Samsa se contentó con abrir mucho los ojos e inclinar repetidas veces, breve y afirmativamente, la cabeza. Tras de esto, el huésped se encaminó con grandes pasos al vestíbulo. Hacía ya un ratito que sus dos compañeros escuchaban, sin frotarse las manos, y ahora salieron pisándole los talones y dando brincos, como si temiesen que el señor Samsa llegue antes que ellos al recibo y se interpusiese entre ellos y su guía. Una vez en el recibo, los tres cogieron sus respectivos bastones del paragüero, se inclinaron en silencio y abandonaron la casa. Con una desconfianza que nada justificaba, cual hubo de demostrarse luego, el señor Samsa y las dos mujeres salieron al rellano y, de bruces sobre la barandilla, miraron cómo aquellos tres señores, lenta pero ininterrumpidamente, descendían la larga escalera, desapareciendo al llegar a la vuelta que daba ésta en cada piso, y reapareciendo unos segundos más tarde. A medida que iban bajando, decrecía el interés que hacia ellos sentía la familia Samsa, y al cruzarse con ellos primero, y seguir subiendo después, el repartidor de una carnicería, que sostenía orgullosamente su cesto en la cabeza, el señor Samsa y las mujeres abandonaron la barandilla y, aliviados de un verdadero peso, entraron de nuevo en la casa. Decidieron dedicar aquel día al descanso y a pasear: no sólo tenían bien ganada esta tregua en su trabajo, sino que les era hasta indispensable. Se sentaron, pues, a la mesa, y escribieron tres cartas disculpándose: el señor Samsa, a su jefe; la señora Samsa, al dueño de la tienda, y Greta, a su principal. Cuando estaban ocupados en estos menesteres, entró la asistenta a decir que se iba, pues ya había terminado su trabajo de la mañana. Los tres siguieron escribiendo, sin prestarle atención, y se contentaron con hacer un signo afirmativo con la cabeza. Pero, al ver que ella no acababa de marcharse, alzaron los ojos con enfado. –¿Qué pasa? –preguntó el señor Samsa. La asistenta permanecía sonriente en el umbral, cual si tuviese que comunicar a la familia una felicísima nueva, pero indicando con su actitud que sólo lo haría después de haber sido convenientemente interrogada. La plumita plantada derecha en su sombrero, y que ya molestaba al señor Samsa desde el momento en que había entrado aquella mujer a su servicio, se bamboleaba en todas direcciones. –Bueno, vamos a ver, ¿qué desea usted? –preguntó la señora Samsa, que era la persona a quien más respetaba la asistenta. –Pues contestó ésta, y la risa no la dejaba seguir, pues que no tienen ustedes ya que preocuparse respecto a cómo van a quitarse de en medio el trasto ese de ahí al lado. Ya está todo arreglado. La señora Samsa y Greta se inclinaron otra vez sobre sus cartas, como para seguir escribiendo, y el señor Samsa, advirtiendo que la sirvienta se disponía a contarlo todo en forma minuciosa, la detuvo, extendiendo con energía la mano hacia ella. La asistenta, al ver que no le permitían contar lo que traía preparado, recordó que tenía mucha prisa. –¡Queden con Dios! –dijo, visiblemente ofendida. Dio media vuelta con gran irritación, y abandonó la casa dando un portazo terrible. –Esta noche la despido –dijo el señor Samsa. Pero no recibió respuesta, ni de su mujer ni de su hija, pues la asistenta parecía haber vuelto a turbar aquella tranquilidad que acababan apenas de recobrar. La madre y la hija se levantaron y se dirigieron hacia la ventana, ante la cual permanecieron abrazadas. El señor Samsa hizo girar su butaca en aquella dirección, y estuvo observándolas un momento con toda calma. Luego dijo: –Bueno, vengan ya. Olviden ya de una vez las cosas pasadas. Tengan también un poco de consideración conmigo. Las dos mujeres le obedecieron al instante, corrieron hacia él, le acariciaron y terminaron de escribir. Después salieron los tres juntos, cosa que no había ocurrido desde hacía meses, y tomaron el tranvía para ir a respirar el aire libre de las afueras. El tranvía, en el cual eran los únicos viajeros, se hallaba inundado de la luz cálida del sol. Cómodamente recostados en sus asientos, fueron cambiando impresiones acerca del porvenir, y vieron que, bien pensadas las cosas, éste no se presentaba con tonos oscuros, pues sus tres empleos –sobre los cuales no se habían aún interrogado claramente unos a otros– eran muy buenos, y, sobre todo, permitirían abrigar para más adelante grandes esperanzas. Lo que de momento más habría de mejorar la situación sería mudar de casa. Deseaban una casa más pequeña y más barata, y, en lo posible, mejor situada y más práctica que la actual, que había sido escogida por Gregorio. Y mientras así departían, se percataron casi simultáneamente el señor y la señora Samsa de que su hija, que pese a todos los cuidados perdiera el color de los últimos tiempos, se había desarrollado y convertido en una linda muchacha llena de vida. Sin cruzar ya palabra, entendiéndose casi instintivamente con las miradas, se dijeron uno a otro que ya era hora de encontrarle un buen marido. Y cuando, al llegar al término del viaje, la hija se levantó la primera y estiró sus juveniles formas, pareció cual si confirmase con ello los nuevos sueños y sanas intenciones de los padres.








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